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Tuesday, October 12, 2010

¿Pueden callar los intelectuales?

¿PUEDEN CALLAR LOS INTELECTUALES?

Por Freddy Quezada


No; sería como suicidarse. Este artículo es autorreferencial porque negando, afirma el sobresentido que denuncia, el exceso de una existencia que necesita imaginarse separada de sí misma y de los demás, para justificarse. Desertores de lo real, todo intelectual vive imaginando mundos alternativos (por medio de críticas y emancipaciones) donde de verdad sean reconocidos; mensajeros que se ocultan a través de sus mensajes y que, cuando se reconcilian con la vida, se disuelven y entonces, como la gente común y corriente, ya no les importa su ignorancia ni su sabiduría. Es lo que pasa cuando están frente a sus sirvientes y saben que no son héroes para ellos, que los conocen demasiado bien.



Inspirado en la célebre pregunta (“¿Pueden hablar los subalternos?”), que se efectuó Gayatri Ch. Spivak y que ocasionó gran revuelo, a finales del siglo pasado, en los círculos académicos del primer mundo y en las escuelas subalternas tanto de la India, matriz de la que procedía la autora, como la latinoamericana, matriz seguidora que intentó interpretarla, obviando uno de los mensajes fundamentales contra los intelectuales, es decir, ellos mismos, la propia Spivak, en cuenta y, este servidor que, si se desea, puede incluírsele en la cola de la cadena, puso en duda, entre otras cosas, la transparencia de los intelectuales cuando hablan de los subalternos, como una construcción de ellos.


Fernando Coronil, un decolonial venezolano, en reacción a la propuesta, creyó que Spivak definió como “mudos” a los subalternos, respondiendo ella que no es que no hablen, sino que nadie los escucha, menos que menos los intelectuales, que siempre construyen una imagen de ellos, perfecta y redonda.


Todo intelectual emancipador, por ejemplo, presenta a unos subalternos sufriendo todo el tiempo, imaginándose unas víctimas distintas de los sufrientes empíricos, reales, ambiguos, a veces peligrosos, a veces tranquilos. Los escenifican como si vivieran llorando toda la vida y esperasen ser salvados (a veces con su propia colaboración) por unas personas lúcidas, sólidas, categóricas y profundas, es decir, los intelectuales mismos que, cuando llegan a rivalizar entre sí, es por ejercer mejor el liderazgo entre sus propias criaturas.


Su talón de Aquiles se revela cuando se duda de sus metarrelatos prometeicos, concepto postmoderno que fue ignorado y olvidado por las nuevas corrientes, que volvieron a morder el anzuelo de la redención secular por la vía de la diferencia, que convirtió en consumo el mercado, y en identidad multicultural, la subalternidad.


Cuando me topé con el hallazgo, por la vía de Krishnamurti y Osho, del pensamiento como problema, en medio de todas las variedades occidentales del pensamiento como virtud, desde griegos hasta decoloniales, pasando por cristianos y alemanes, me faltaba aún un eslabón que uniera toda la cadena y redondeara un paradigma que comprendiera tanto las tradiciones occidentales, con las tenida por ellos mismos como “orientales”. Era una especie de penser contre soi, como Susan Sontag definió a Cioran, en su célebre ensayo.


Tenido ya el antiparadigma, ahora sólo faltaban en el cuadro, los villanos, sin saberme uno de ellos: los intelectuales. Un modo divertido de provocar al mundo -- me dije, si le incorporamos ese otro ingrediente de humor a las cosas que los mismos intelectuales le rehúsan por la sacralidad, gravedad y ceremonia de los propios fines que se inventan (su parentela con los dioses donde la eternidad pasa a ser la teoría), a los que creen deberse y en nombre de los cuales obligan a los demás. Un hilo que Kant instituyó para separar la ciencia, de la moral y la belleza y que Osho, al revés, trató de unirlos en satyam, shivam y sundaram.


Spivak a través de un lenguaje difícil, críptico y elusivo dice que los intelectuales hablan por los demás y, en la operación, transparente para ellos, yo deduzco la borradura que hacen de sí mismos, punto ciego no de culturas ni de espacios ( a veces confundibles con los viejos determinismos geográficos), sino óntica, comunicándole a lo que dicen un efecto de densidad, eternidad y demostración que les llega de la autoridad con la que forman sus discursos y descargan sus consejos, que nadie les ha solicitado, como si de verdad, los cretinos, supiesen hacia dónde vamos todos y de dónde diablos venimos.


Creo que la batalla del siglo XXI ya está entablada entre Foucault, heredero y convertidor de la contradicción (“una cosa sólo es real hasta que se divide”, decía Hegel) en diferencia y Krishnamurti (“una cosa sólo es real hasta que se une”), heredero y convertidor del deseo yoico, en la atención sin centro (advaitá). Entre el pensamiento como problema y los supermestizajes (que ya produce la época sin que nadie lo ordene) como estrategias. Entre una actitud sin opuestos (es decir sin dualismos platónicos) y unas hibrideces que se desplazan entre enrejados de poder y resistencias. La batalla entre el sabio que llama a la identidad, el motivo de las divisiones de todo tipo y el que hace de la diferencia, el fundamento de toda consideración.

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