ULITEO LA PAGINA DE "NADIE" (ULISES) Y DE "TODOS" (PROTEO)

Monday, January 10, 2011

¿Vale la pena vivir?

¿Vale la pena vivir?

Por Freddy Quezada

Entre interrogaciones, el título de la obra del Dr. Norberto Herrera, cambia todo el panorama. Nos devuelve a la vieja reflexión camusiana sobre el suicidio, como el problema fundamental de toda filosofía. Al preguntarse si la vida vale la pena vivirla, o contarla, como le puso a la suya Gabriel García Márquez, el que responde negativamente, no puede discutir con uno, porque apenas le demos la espalda, se eliminará por voluntad propia – nos decía Camus con su prosa exacta. Para el que responde afirmativamente, ya podemos discutir con él si el espíritu tiene tres o nueve dimensiones, termina concluyendo el escritor francés.

Sabemos entonces de qué lado está el Dr. Herrera, cuando ha decidido prescindir de las interrogaciones. Seguro de su sentido religioso, como afirma a lo largo de su obra, permitan situar a este servidor, sin que tal cosa sea contradictoria, del otro lado. De la idea que el sentido de la vida es la vida misma y que sólo se privan de ella, quienes confunden las señales de lucidez de su carencia con el desierto de su fin; la causa de un vacío, de un absurdo, que para otras culturas es de sabiduría, para la nuestra es de desesperación.

La narrativa que despliega el Dr. Herrera, en su archipiélago textual, no tan sencilla como nos hace creer, nos recuerda en algunos párrafos las descripciones de Sergio Ramírez en sus novelas más célebres (pobladas de letras de viejas canciones, marcas antiguas de bienes de consumo, publicidades radiales, nombres de calles y equipos de béisbol) o, en otros, algunas inventivas de García Márquez (Herrera cuenta la anécdota de un tipo que se va y regresa al cabo de mucho tiempo, sin brindar explicaciones, como el caso de uno de los Buendías o “Todo comenzó cuando mi padre me llevó al “field”…), sin su fuerza metafórica ni su asombrosa imaginación, por supuesto, pero, quiero decir, no estamos ante un narrador advenedizo.

Que el Dr. Herrera no encuentre méritos literarios a sus vivencias y, modestamente, no desee llamarlas “memorias” o “autobiografía”, porque no se siente una figura épica, ilustre o extraordinaria, como la mayoría de nosotros, y con ello no sepa aprovecharse del favor del número para su causa, son discusiones aparentemente segundas y derivadas y, más de algún crítico podría descubrir en ella, una estrategia discursiva para posicionarse. Pero para lo que yo quiero decir, son cruciales.

Toda confesión de nuestra vida pública y privada (que jamás será transparente ni completa, ni aún con todas las miserias, reales o inventadas, como en La Caída de Camus) es un gesto hacia la inmortalidad. Pero unas vivencias que le ceden el paso, colocándose humildemente al final del género, a las memorias y a las autobiografías, no rebaja a éstas, sino a la inmortalidad de héroes y artistas para las que fueron pensadas. Y nos acerca un poco más a todos. El mensajero se acerca más al mensaje. El perspectivismo de los personajes (como en las primeras novelas de Kundera), en el que se podrían colocar las evocaciones del Dr. Herrera, sin el juego de otras voces que lo complementen, es el que se siente sin fuerzas y en desamparo, para el gesto de inmortalidad que reclama el género; pero el precio que paga por alejarse de ella, es el que cobra por acercarse a nosotros.

Y es de recibo agradecerlo, porque sus recuerdos sin épica, llanos, sin tremendismos ni dramaturgias, se parecen a los nuestros. Y entonces cruje esa separación que se hace primero entre escritores profesionales y aficionados, y luego de todos ellos y la vida de los que no lo son.

Herrera, al usar el autotestimonio (género que ha encontrado también sus críticos como Joaquín Maldonado Class, que señala sus discontinuidades, silencios, intereses y proyectos para legitimar autoridades discursivas desde archipiélagos sin conexión), quiere colocarse del lado nuestro, de la sociedad de iguales en inexpresividad, fuerza escénica y protagonismo letrado. Y la actitud es digna de ser observada con mucha atención, porque pone de relieve el dilema de nuestros tiempos entre el pensador y el pensamiento; entre el escritor y la escritura; entre el prócer y el plebeyo; entre el escritor y el que le “gusta escribir”.

La separación tajante que sufre el ilustrado del iletrado, y del que muchas veces ignoramos lo minoritarios que somos aquellos en nuestros países, se traslada ahora dentro de los primeros: ¿un ilustrado es menor que otros, precisamente, en lo que están llamados a dominar todos, en la escritura? ¿A qué causa responde el quiebre de un nuevo dualismo entre los profesionales de la escritura y los que no lo son? ¿Qué puente se prohíbe cruzar el propio autor y desaconsejarlo a los que no somos profesionales de un oficio que nació para representar no sólo a los demás, sino a uno mismo? ¿La relación entre el aficionado y el profesional, hace de la paga y los réditos del oficio, la diferencia? ¿O tiene que ver con la complejidad del pensamiento, en el caso de los escritores, o con la carga metafórica, en la de los narradores?

Estos temas que no son explícitos, pero que se advierten en toda la obra del Dr. Herrera, es lo que me ha permitido efectuar algunas observaciones exploratorias sobre el fenómeno, sirviéndome de este trabajo cuya fuerza corre a cuenta precisamente de su debilidad, que la supone su autor por las razones equivocadas, subordinándose ante la majestad de la formalidad intelectual (como la del Dr. Tünnerman Bernheinm) o a la específica (como la del Dr. Rothschuh Villanueva). No podríamos imaginar a aquél, por ejemplo, apesadumbrado por la pérdida de una gorra de baseball y arrepentido de no haber arriesgado su vida por recobrarla; o a éste, confesando su vecindad con un lupanar, pese a ser más armónico que para un cristiano evangélico.

“No soy escritor, pero me gusta escribir” – nos dice el Dr. Herrera, con una inocencia que ignora la fuerza que encierra y las certezas que pone a prueba. Lo mismo podría decirse de este servidor, al expresar “no soy un pensador, pero me gusta pensar”. Incluso siendo mi campo mucho más extenso, porque es privativo de todos los que pensamos (y literalmente lo hacemos todos) y no, como en el caso de los escritores, que sólo pueden hacerlo quiénes saben leer y escribir muy bien.

Las dos expresiones parten de una separación que no existe más que como invento de uno de los polos. En el caso del pensador, para nuestra cultura, desde Descartes hasta Nietzsche, pasando por Kant, Hegel y Heidegger, se nos ha hecho creer que el pensamiento sólo puede ser comprendido por los pensadores que necesitan separarse de él, a contrariu sensu del común de la gente, para hacerlo. Alemania, en el pensamiento moderno, se ha beneficiado mucho de esta creencia, haciéndose pasar como la nación pensante por excelencia. Es hasta con los postcoloniales, y sus sucedáneos decoloniales, que el pensamiento eurocéntrico se puso en cuestión y son ellos los responsables de señalar el carácter fundante y de poder de toda episteme, aunque guardando siempre su carácter positivo y solucionador. Sin embargo, una corriente joven, inspirada en sabios “orientales”, ha empezado a señalar al pensamiento, precisamente, como el problema de todas las soluciones, que él mismo brinda para no resolverse. De la misma manera, empieza a sospechar de los pensadores como los “puntos ciegos” de unos metarrelatos que inventan a sus narradores dentro de los que desaparecen, un poco como Mario Vargas Llosa dice de Flaubert, al que le atribuye el invento del narrador moderno.

El escritor, por su parte, se separa también de los demás (que también escriben, para el caso), porque al hacer de ellos su objeto, se dotan de identidad y se benefician de él en todos los sentidos. Así, al confesar que no somos una cosa, pero nos gusta, estamos a la escucha de un origen al que nos debemos y desde el que equivocamos las señales de admiración, en quiénes debiesen repetir el viaje bajo el riesgo sano de disolverse. Uniríamos así, o acercaríamos al menos, la biografía a la bibliografía; el pensador al pensamiento; el mensajero al mensaje, al grado que unas vivencias como las del Dr. Herrera no estén, como de hecho no están, por encima ni por fuera de las nuestras.