Jorge Luis Borges y Rubén Darío
Douglas Salamanca
En un ensayo del escritor argentino Luis Alberto Ambroggio, titulado “Borges y Darío”, he encontrado una afirmación bastante insólita y temeraria. En ese trabajo, que fue presentado como una ponencia en la Hofstra University, de Nueva York, se dice que Darío y Borges tenían grandes “coincidencias en sus controversiales posturas políticas”. He aquí el pasaje en mención, que cito textualmente:
“Tanto Darío como Borges, en sus ocurrencias, declaraciones, sarcasmos ideológicos (boutades) socio-políticos, eran provocadores con sus posturas polémicas, con una desfachatez que por igual incomoda a una y la otra parte del espectro de las ideologías”.
Es evidente que una afirmación semejante sólo puede hacerla alguien que desconozca totalmente la personalidad de Darío. Todos los testimonios con que contamos nos dan a entender que él era la persona más anti-boutade del mundo. Y si bien Darío conocía esa palabra, y la emplea incluso ocasionalmente, su personalidad y temperamento eran opuestos a eso.
Borges, por el contrario, era un verdadero histrión, corrosivo, chispeante y ocurrente en sus declaraciones orales, y le gustaba suscitar a través de ellas la polémica. De hecho, Borges no ha sido igualado en su capacidad excepcional para dar respuestas inspiradas y brillantes a los periodistas que lo entrevistaban. Por eso no nos cansamos nunca de leer los múltiples libros que recogen las deposiciones y declaraciones de ese conversador e improvisador insigne.
Dos personalidades disímiles
Darío no era dado a los exabruptos, ni a las diatribas ni al vituperio ni a la rabieta. Tampoco a lo que llamamos entre nosotros “chifletas” o indirectas. Básicamente era calmo y no tenía “mal guaro”. Lejos de ser dado a la provocación y a los desafíos, su carácter era más bien resignado y conciliador. Recordemos la exhortación que le hizo a Unamuno, a seguir la senda del bien, cuando el rector de la Universidad de Salamanca lo trató despectivamente de indio, “a quien aún se le veían las plumas debajo del sombrero”. Incluso al referirse a aquellos que más le hacían la guerra, censurando sus innovaciones literarias, Darío mantuvo siempre la compostura y la ecuanimidad. Y si bien llama a los miembros de la Real Academia “los insoportables moluscos de la corrección gramatical”, no emplea contra ellos la sátira ni la ironía, ni el sarcasmo.
Borges, en cambio, como buen ciego que era, sabía defenderse con unas agudas respuestas que saben dar en el clavo para descalificar a quienes lo atacan. Cuando le dicen que algunos escritores latinoamericanos lo acusaban de no ser suficientemente americano, él respondió con este genial contraataque: “Ellos sí son americanos, porque imitan a Faulkner”.
Pienso que la comparación entre la obra y la personalidad de Darío y de Borges puede resultar no sólo interesante y amena, sino también muy fructífera.
Ambos tenían temperamentos muy opuestos. Y si bien es cierto que Darío cayó en el racismo, tal como lo hizo Borges, pienso que lo hizo por esnobismo, y por haberle dado crédito a los periódicos racistas que leía, en los cuales se justificaba la violencia contra los negros. Y también incurrió en esa lamentable aberración por seguir las erradas enseñanzas de Remy de Gourmont, que había distinguido personalmente a Darío llamándolo “iniciador del movimiento reformador en la literatura latinoamericana”.
En su conducta y en sus escritos, Darío usaba siempre de buenas maneras y modales. También era comedido y circunspecto. Ni siquiera en su obra de ficción usa la ironía, ni mucho menos la mordacidad, a las cuales en cambio era adicto Borges, quien propuso trasladar a la Argentina el cadáver de Perón cuando este todavía estaba vivo y residía como exiliado en España. Borges admitía que en sus venas corría una gota de sangre negra “de la cual –decía—no me siento muy orgulloso”. Su racismo es siempre manifestado de manera tangencial y sarcástica.
Sin embargo, ambos tenían muchas coincidencias. Los dos eran escritores geniales y eruditos, dados a lo poliglótico y a lo cosmopolita. Ambos compartían la fascinación por el Oriente e hicieron todo lo posible por incorporar esa admiración en sus escritos tanto literarios como ensayísticos. Cada uno a su manera, hicieron grandes aportes a la literatura latinoamericana. Pero hay algo más: en diversos aspectos la personalidad literaria de Borges está calcada o es un trasunto, más o menos mediatizado, de la personalidad literaria de Darío.
Borges era un librepensador, en todo el sentido de la palabra. Darío, en cambio, era más dogmático. Tenía que ser dogmático, en la medida en que era un creyente devoto y ortodoxo, y creía firmemente en los dogmas de la iglesia católica. Darío, aunque afirma que leía a Bergson y a Marco Aurelio, era un virtual analfabeto en términos filosóficos. Dice Darío: “…Todas las filosofías me han parecido impotentes y algunas abominables y obra de locos y malhechores. En cambio, desde Marco Aurelio hasta Bergson, he saludado con gratitud a los que dan alas, tranquilidad, vuelos apacibles y enseñan a comprender de la mejor manera posible el enigma de nuestra existencia sobre la tierra”. Como puede verse, el fragmento citado es completamente antifilosófico, pues Darío da por sentado que puede distinguir “a priori” entre las filosofías que contribuyen a comprender el enigma de nuestra existencia y las que no contribuyen a ello. Sin embargo, hacer eso es imposible, ya que, en el terreno de la especulación metafísica, no tenemos garantía de que ninguna doctrina sea más verosímil que la otra. Ahora bien, trasladándonos al presente, preguntémonos lo que habría Darío pensado sobre los cáusticos aforismos de Ciorán.
Borges en cambio jugaba con espíritu escéptico a utilizar la filosofía para alimentar sus ficciones paradójicas, y estaba completamente libre de tabúes y de inhibiciones. Uno de los temas que se presenta en su obra de manera recurrente es el del eterno retorno, que tiene su formulación más reciente en la obra de Nietzsche. Otro tema que obsesionaba a Borges era el de los juegos y especulaciones con el tiempo, y dedica a ese tema diversos ensayos en los cuales, sin embargo, llama la atención la ausencia de toda alusión a Einstein y a la Teoría de la Relatividad.
Aunque Darío vivía a la caza de innovaciones literarias, no alcanzó a comprender la trascendencia que implicaban para la literatura la estética de Oscar Wilde, ni la filosofía de Nietzsche. Aun más, Darío en sus últimos años se negó a comprender que, bajo sus propias narices, se estaba fraguando en la metrópoli una concepción de la literatura y el arte radicalmente opuesta a la que él había promovido en el ámbito de la periferia, y que refutaba todos sus postulados básicos. Darío rechazó percatarse de que se avecinaba lo que Francisco Umbral denomina “el imperio de lo convulso”.
Borges despreciaba a Freud y al psiconálisis, al igual que Vladimir Nabokov, el autor de Lolita. Darío no llegó a conocer el psicoanálisis, pese a que este le habría ayudado acaso a resolver sus conflictos psíquicos internos, especialmente en lo relativo a la confrontación entre “el principio del placer” y el “principio de la realidad”. Darío no conoció los escritos de Freud por un problema de insuficiencia en su poliglotismo, ya que, aunque las principales obras del psiquiatra vienés se publicaron en vida de Darío, no se tradujeron sino mucho tiempo después al español, el francés, el italiano o el inglés, que eran los idiomas en que Darío podría haberlos acaso leído. Borges, en cambio, era un cumplido germanófilo y germano-parlante, como lo demuestra que haya traducido, entre otros libros, la “Metamorfosis”, de Franz Kafka.
Darío según el propio Borges
En 1967, Borges ¾que escasamente cita a Darío en sus obras¾ escribe un “Mensaje en honor de Rubén Darío”, en el que destaca “los dones infinitos que nos ha legado con su ejemplo”. Y así como “Garcilaso nos trajo la entonación de Italia”, le debemos a Darío “la de Hugo, la del Parnaso y la del simbolismo” y más importante aún “su desgarrada y patética intimidad”. Resalta en su mensaje cómo Darío renovó la métrica y la prosodia, de manera tal que “auditivamente no ha sido superado, ni siquiera igualado”, reconociendo que “cuanto se ha hecho después, de este o del otro lado del Atlántico, procede de esa vasta libertad que fue el modernismo”. En palabras de Borges (citadas frecuentemente): “Todo lo renovó Darío: el vocabulario, la métrica, la magia peculiar de ciertas palabras, la sensibilidad del poeta y de sus lectores. Su labor no ha cesado ni cesará. Quienes alguna vez lo combatimos comprendemos hoy que lo continuamos. Lo podemos llamar liberador”.
“Auditivamente no ha sido igualado”. He ahí una verdad contundente. Darío sobrevive ante todo por eso, por su musicalidad insuperable, a pesar de que sus temas y sus contenidos hayan en muchos aspectos ya periclitado. El mismo se declaraba “loco de ensueños y ebrio de armonía”.
Afirma Borges en otro de sus artículos que “el lugar de Darío es central. No es una influencia viva, pero un punto de referencia; un punto de llegada y de partida, un límite que se debe alcanzar o sobrepasar”. Darío NO es una influencia viva. He ahí otro señalamiento válido. El mérito de Darío, contrario a lo que sostienen algunos “dariólatras” locales, es eminentemente histórico, y su obra sobrevive pero sólo parcialmente. En otros aspectos Darío hoy en día nos resulta lamentablemente arcaico.
En otra ocasión declaró Borges en una entrevista: “Todos somos hijos de Rubén Darío, todo procede del modernismo, al decir modernismo pienso evidentemente en su jefe, aunque desde luego ahí están los otros, desde luego ahí están Valencia, Lugones, Jaime Freyre, Amado Nervo, etc., podría mencionar muchos nombres… yo recuerdo haber conversado cuatro o cinco veces en mi vida con Leopoldo Lugones, y él desviaba la conversación para hablar de 'mi amigo y maestro Rubén Darío', le gustaba reconocerse discípulo de Darío, y de algún modo, aunque lo que yo escriba no se parezca a Darío, Darío era dueño de una música que yo no puedo alcanzar, que no trato de alcanzar tampoco, sin embargo, sin duda, yo no escribiría lo que he escrito sin Darío, porque cuando por un idioma pasa alguien como Rubén Darío ya todo cambia…”
Conceptos que repite en la entrevista transcrita en la revista Fractal “Creo que todos somos hijos del modernismo, es decir, descendientes de Freyre, Leopoldo Lugones y sobretodo de Darío... Darío era un ser maravilloso.... Creo que todo lo que se ha hecho después viene del modernismo. Pudimos, finalmente, sentirnos hartos de cisnes y lagos; los mismos modernistas se cansaron de ellos. Significó una gran libertad, un gran respiro para el lenguaje”.
De acuerdo a Borges: "la belleza rubeniana es ya una cosa madura y colmada, semejante a la belleza de un lienzo antiguo, cumplida y eficaz en la limitación de sus métodos y en nuestra aquiescencia al dejarnos herir por sus previstos recursos; pero por eso mismo, es una cosa acabada, concluida, anonadada". Esto nos remite a lo que algunos han llamado “el problemático tema de la vigencia de Rubén Darío”. Sobre este particular no quisiera, por el momento, extenderme, ya que nos sacaría del ámbito de nuestra discusión.
Creo que la valoración de Darío que hace Borges es la más atinada de cuantas se han escrito, ya que le ubica en el lugar que realmente le corresponde. Otras valoraciones pecan bien por ser excesivamente laudatorias o por ser denigratorias. Borges consideraba a Verlaine superior a Darío, y nos guste o no, así se le considera, dentro del contexto de la literatura mundial. Y hay algo más: el propio Darío habría coincidido con esa jerarquización.
Vidas paralelas
Podríamos comparar las vidas de Borges y Darío, al estilo que hacía Plutarco (aunque Ciorán decía que hoy en día Plutarco habría escrito sobre “Vidas paralelas fracasadas”) y de ello podríamos derivar mucho provecho, debido a que ambas vidas, conjugadas y entrelazadas, reflejan de una manera u otra la historia de la literatura latinoamericana en el curso de los últimos ciento veinte años.
Darío era prácticamente un huérfano, que vivió toda su vida a la espera de recibir el socorro de algún mecenas. Borges, en cambio, no apeló a eso, pero vivió refugiado siempre bajo las faldas de su madre, a quien se debió que se malograran todos los romances que intentó desarrollar con alguna mujer. Borges logró, tras la caída de Perón, alcanzar estabilidad económica, al ser nombrado director de la Biblioteca Nacional en Buenos Aires. Tanto Darío como Borges ejercieron el periodismo cultural, aunque Darío en un sentido muy amplio y Borges limitado sobre todo a las reseñas de obras literarias. En ambos casos, ellos daban a conocer a los lectores latinoamericanos las novedades que se estaban dando en Europa y, en el caso de Borges, también en los Estados Unidos.
Borges era, como corresponde a un ciego, bastante morigerado y recluso. Darío en cambio era nocherniego y juerguista, muy dado a las intrigas amorosas y a la vida galante. También frecuentaba a las que él describe como “cortesanas” y que otros llamarían prosaicamente meretrices o prostitutas. Vargas Vila, que era abstemio, pero acompañaba a Darío a veces en sus excursiones etílicas, afirma que la frase preferida del vate en esos contextos era “Tengo sed…” Darío admiraba e incluso imitó alguna vez a Catulle Mendes, un poeta al que Borges califica como pésimo. Asimismo, Borges se expresa con disgusto sobre Valle Inclán, con quien Darío mantuvo una estrecha amistad y a quien le dedica algunas de sus composiciones poéticas.
Mientras Darío conoció la fama tempranamente, gracias sobre todo al espaldarazo del novelista español Juan Valera, quien saludó complacido la publicación de “Azul…”, Borges tuvo que esperar mucho hasta ser reconocido, y la consagración le llegó desde fuera de Argentina. Según declara el mismo Borges, él fue reconocido en España hasta después que fuera aclamado en Francia. Es decir que los españoles lo ignoraron hasta que no vieron que su talento literario era proclamado por sus vecinos galos. Durante mucho tiempo, Borges vegetó como funcionario menor en una biblioteca de barrio. El cuenta la curiosa anécdota de que sus compañeros de trabajo vieron el nombre de Jorge Luis Borges mencionado en una enciclopedia como un escritor notable y creyeron que se trataba de un simple homónimo de su colega.
La gran diferencia –radical, por cierto—entre el destino de Borges y Darío es que mientras el panida nicaragüense escribió para la periferia y fue ignorado por completo en la metrópoli, Borges fue y sigue siendo reconocido también en los países industrializados. Es decir que, en ese particular, Borges trascendió a Darío, pero logró hacerlo sólo gracias a que estaba sentado sobre los hombros de un gigante. Es decir, que Darío le allanó el camino al que sería luego su sucesor.
A diferencia de Borges, Darío no se planteó nunca la duda sobre la inferioridad léxica o expresiva del español respecto al inglés y al francés. Tampoco vivió Darío nunca preocupado por aprender el anglosajón, ni ninguna otra lengua arcaica, a excepción, acaso del latín. El dijo, en cierta ocasión: “No sé latín; sé latines, lo cual no es lo mismo”. Eso debe entenderse en el sentido de que conocía el latín de manera parcial.
Cronológicamente, Darío es posterior a Baudelaire, pero desde el punto de vista de su estética Darío es anterior. Es decir que Darío rechazó la estética decadente, que ya estaba en boga entre algunos sectores de Francia cuando él hizo su incursión en la literatura. A Darío le correspondió incurrir en su vida y en sus escritos en una dicotomía, en la cual se veía precisado a practicar continuamente la censura y la autocensura. El nos habla, por ejemplo, laudatoriamente de Verlaine, a quien llama “el pobre Lelian”, pero no nos dice nada de su homosexualidad, ni nos revela que este mantenía pública y escandalosamente relaciones homosexuales con Rimbaud, que era su amante. Dice Darío: “El Responso a Verlaine prueba mi admiración y fervor cordial por el Pauvre Lelian, a quien conocí en París en días de su triste y entristecedora bohemia”. Como puede verse, él habla de “bohemia”, pero no dice nada de depravación moral, pues no quería con eso asustar a sus buenos lectores que eran, en su mayoría, burgueses bienpensantes.
Borges, por su parte, se nos muestra en sus escritos bastante puritano, y exento de esos terribles conflictos internos de naturaleza moral. (Insólitamente Borges, al parecer, estaba completamente libre de las tentaciones de la carne). Otro elemento que sobresale en la vida de Darío es su inconformidad con su época. “Yo maldigo el tiempo en que me tocó nacer”, manifiesta. El ámbito soñado por Borges era la biblioteca. El de Darío el bacanal dionisiaco y arcádico, junto a las ninfas pánicas y amenizado por el son de las liras áticas.
Presencia de Darío en Borges
En su libro Cartas a un joven novelista, Mario Vargas Llosa cita con admiración un verso de Borges que dice: “Nadie los vio desembarcar en la unánime noche”. Y expresa sobre todo su deslumbramiento por el original uso del adjetivo unánime. Por mi parte, no estoy seguro de que en este caso la palabra unánime esté bien aplicada.
Pero, al margen de eso, Vargas Llosa parece ignorar que Darío empleó antes creativamente ese vocablo en el verso en que habla de “los cisnes unánimes en el lago de azur”. Pienso que, de hacerse un rastreo a fondo, podrían encontrarse en Borges diversos elementos que, al igual que el anterior, se han creído originales del autor argentino, pero tienen su verdadero origen en Rubén Darío.
En mis limitadas investigaciones (carezco del ocio o del financiamiento para hacerlas más exhaustivas y profundas) he descubierto al menos otros dos o tres recursos de Borges que están prefigurados en Darío. Uno de ellos es el de hacer descansar un cuento en la existencia de un supuesto documento o manuscrito antiguo, el cual es de naturaleza apócrifa, y del cual se citan incluso las características, origen o ubicación. Otra es el cuento disfrazado de ensayo, en el que no pasa nada. Un cuento de ese tipo es La biblioteca de Babel.
A Darío se le considera el precursor en Latinoamérica del intertexto, el cual es un recurso que posteriormente desarrollaría ampliamente Borges. El primer ejemplo de intertexto en Latinoamérica se encuentra en Azul, y más específicamente en el cuento “El poeta ha visto ninfas”, en el cual un supuesto profesor cita diversas obras antiguas.
Finalmente, el propio Luis Alberto Ambroggio, mencionado al principio de este ensayo, señala que Darío, a través de sus tenaces lecturas esotéricas, había ya descubierto al escritor místico sueco Enmanuel Swedenborg, del que Borges se declararía posteriormente un lector muy ferviente. En el cuento de Darío El caso de la señorita Amelia, aparece incluso Limbuz, el personaje demoníaco de Swedenborg, a quien Darío atribuye una función muy específica.
Los aspectos señalados, aunque incompletos, demuestran la existencia entre Darío y Borges de una serie de correspondencias y vinculaciones muy estrechas y profundas, que deberían ser estudiadas más a fondo. Ellas encierran sin duda un potencial importante para desentrañar la evolución de nuestras letras y para conocer más a fondo la obra de dos de sus más esclarecidos representantes.
1 comment:
Creo que, a pesar de que falta ahondar más (como el mismo Salamanca dice), el argumento del autor tiene mucha validez. Sin embargo, no creo que la omisión de la homosexualidad de Verlaine por parte de Darío haya sido por complacencia o para evitar el escándalo. Sin duda, revelar que Verlaine y Rimbaud (mucho menor que el primero) eran amantes habría casuado un revuelo en la aristocracia conservadora, ¿pero Darío calló para quedar bien, entonces? Creo que eso nunca lo podremos asegurar con absoluta certidumbre. Saludos.
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