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Monday, January 30, 2006

No hay izquierdas ni derechas

NO HAY IZQUIERDAS NI DERECHAS,
SÓLO EMPODERADOS Y DESEMPODERADOS

Por Freddy Quezada

En Scareface, después de lavar platos en un restaurante newyorkino, Al Pacino, ya convertido en narco poderoso, desde un jacuzzi, puro habano en los labios y con Michelle Pfeiffer, amante arrebatada a su ex -- jefe, esperando su menor señal para hacer el amor, se hace la pregunta más filosófica que he oído en una película. Lanzando al aire una bocanada de humo y removiendo su whisky, dice, entre ligeramente desencantado y perplejo: ¿así que esto es el maldito poder?

Durante el interregno postimperialista entre el 9/11/89 (Caída del Muro de Berlín) y el 11/9/01 (Derrumbe de las Torres Gemelas) la explosión del pensamiento universal fue tan fuerte, caótico, y en todas las direcciones imaginables que, términos modernos como “izquierda” y “derecha”, desaparecieron del horizonte cosmovisivo.

El poder, rebajado ya su sentido redentor a discursos estratégicos, pasó a ser la categoría
ce
ntral para comprender las nuevas situaciones sociales. Y hacía ver lo que unía más a la izquierda y a la derecha de lo que las separaba.

La izquierda (abusiva para hablar en nombre de los demás) se disolvió en los movimientos sociales aprendiendo, más por necesidad que por virtud, a ser modesta y tolerante; y, la derecha (abusiva en hablar en nombre de individuos abstractos y sueltos), al mismo tiempo, se proclamó vencedora desde el neoliberalismo.

Por su lado, el postmodernismo, ese “otro” del neoliberalismo, dio por cancelado los grandes conceptos usados en los relatos emancipatorios y prometeicos, tanto de la izquierda como de la derecha: libertad, igualdad, fraternidad, paraísos reconciliantes como socialismo, mercado absoluto, fraternidad universal, sólo eran discursos y estrategias al servicio del poder.

Pasaron a hablar entonces de pequeños relatos que habrían de popularizar los movimientos sociales. Ni Marx ni Popper: Nietzsche.

¿Cómo surgió de nuevo el discurso (digo discurso y no situación, obsérvese bien) de las izquierdas (y su división divertida entre “moderadas” y “populistas”) en América Latina? Si apenas se estaban complejizando teorías con Ernesto Laclau, Norbert Lechner, Guillermo O’ Donnel y otros, desde ese dualismo simple entre democracia (ya sin apellidos) y autoritarismo.

Probablemente están renaciendo, en la intelectualidad derrotada latinoamericana, los nuevos espejismos, por las medidas de seguridad que pasaron encima de las libertades, a partir del 11 –S, de parte del imperialismo norteamericano y la reasunción de su viejo papel de gendarme duro y brutal, sumado a la terminación de la luna de miel y un tiempo (15 años) razonable de espera a las promesas del neoliberalismo.

Pero, si hay que revivir un cadáver, que empiecen a revivirse todos, pues la “ultra izquierda”, como la bautizaron oficialmente los que tenían el poder de hacerlo, tiene también tanto derecho a la resurrección como la izquierda. Y yo conozco varias historias que me reservo el derecho de recordárselas al más pintado de los revolucionarios oficiales.

Nuestros intelectuales “institucionales”, que antes eran los “orgánicos”, ahora están echando plumas de gallito y en vez de imaginar nuevas categorías, prefieren la pereza de repetir categorías viejas, ilusorias e inservibles para comprender la situación actual. !Qué vicio de apoyarnos en el pasado para justificar las mismas utopías. No aprendemos!

No hay diferencias entre derechas e izquierdas, sepultadas ante los ojos de la gente sencilla, por esa lógica de prometer y no cumplir. Entre Wilfredo Navarro y Bayardo Arce, dos ex chicos de origen humilde, uno de izquierda y otro de derecha, por ejemplo, yo no encuentro ninguna diferencia.

Esa mirada de Al Pacino en el jacuzzi, sólo la he vuelto a ver en Bayardo Arce, brindando declaraciones a los medios de comunicación, cuando presidía la Comisión Parlamentaria de Asuntos Económicos, con millones van y millones vienen, como si fueran suyos, tal como ahora de seguro lo hará su alter ego, Wilfredo Navarro. Son hombres con poder. Esos los iguala mucho más de los que los distingue. Frente a un desempoderado/a no se diferencian del todo.

Ahora es más fecundo para cualquier analista dividir a los actores en los que tienen gran cantidad de poder y los que la tienen en pequeña o no la tienen del todo, cosa esta última muy difícil.

El poder tiene sus leyes y el que no las cumple, sea quien sea, sucumbe o pierde que es lo peor que puede pasarle a un jugador en política. Los empoderados, sin embargo, tienen sus límites en las conquistas de los contrapoderes cuando estos logran codificarlo como derecho, pero su arte está en romperlo para beneficio propio sin que se note mucho o se disimule. Es Maquiavelo contra Montesquieu.

Los desempoderados, por su parte, están condenados a vivir en el ámbito de la ética, los valores de la comunidad, de la justicia, de la lucha continua, del reclamo de derechos conculcados, violados o insuficientes. Son victimizados o criminalizados en el imaginario que han construido de ellos los ilustrados (revolucionarios o liberales) que hablan y, muchas veces, viven de ellos.

Los empoderados no las tienen todas consigo. Se pelean entre ellos, se anulan, se persiguen, se meten zancadillas, se calumnian, se abrazan, se alían con los enemigos del enemigo, etc. Los desempoderados en boca de ellos son actores hechos a la medida de sus discursos. El “pobre” es la misma ficción usada por el BM y el FMI que por las izquierdas. En realidad no los conocen, pero es que también nadie puede dar cuenta de un imaginario social. Los imaginarios son efectos de verdad, creadores de estructuras de sentimientos.

Los desempoderados tampoco son totalmente impotentes, tienen siempre algo de poder sobre gran parte de las mujeres que forman sus hogares, las mujeres mismas con los niños, los animales domésticos, los “otros” que consideran inferiores, y aún el que no tiene absolutamente nada, dispone del poder más grande de todos, la vida propia para suprimirla y suprimir, si hay un objetivo de poder, inocentes o no, a los que lo rodean.

Los desempoderados también fabrican un “poder” que imaginan y que pueden correr el peligro de ser traicionados por él. Quieren y persiguen en círculos concéntricos lo que ya tienen y ejercen en pequeñas cantidades, pero no lo saben. Realmente es mejor llamarlos “contrapoder”, en efecto, pero se corre el riesgo de hacer creer que son iguales al “poder” en tamaño, potencia y eficacia. Y no lo son y tal es la única diferencia que importa

Es mejor, pues, emplear, para efectos de comprensión de la nueva situación latinoamericana, estas categorías más ricas u otras y no repetir un círculo donde detrás de cada izquierdista vendrá un ultra izquierdista, pero a ambos, siempre, para desgracia de todos, los esperará un General.

Saturday, January 21, 2006

ENTRE SADE Y BUDA





ENTRE BUDA Y SADE





Por Freddy Quezada

Cada cultura tiene, en ciertos períodos, al menos dos corrientes principales que marcan sus épocas: Platón y Homero; Aristóteles y los sofistas; Nasrudín y los profestas; Confucio y Lao Tsé; Buda y el Brahmanismo; Lutero y los jesuitas; Descartes y los teólogos; Marx y los liberales; Popper y los socialistas; Nietzsche y los racionalistas; Lyotard y los modernos; Said y los postmodernos; Quijano y los postcoloniales; Quezada y los postoccidentales.

Cada pareja ha compartido, aún en el más furioso de sus momentos, los valores profundos de la misma cultura del dúo, y que no podría ser de otro modo, pues precisamente por su causa, se oponen entre sí. A excepción, quizás, de Krishnamurti y sus diálogos con los científicos occidentales, sólo hay otra pareja cuya distancia cultural y cosmovisiva es tan abismal que corre el riesgo de ser una locura siquiera compararlos. Se trata de los dos únicos teóricos (tal vez la otra pareja sea Lao Tsé y Freud) del deseo: Buda y Sade.

El Marqués de Sade es el placer puro, sin puentes, barreras, mecanismos de regulación, educación, conciencia o tabúes. Su único propósito es gozar infinita y eternamente. Todo lo social no son para él más que barreras (culturales y educativas) para regular, impedir, reprimir, desviar, sublimar o anular, las pulsiones, el placer, el deseo sin más. Quizás por eso cuando los deseos más puros (generalmente los más peligrosos) desbordan a las personas adultas, concluimos que fueron pobres y débiles las instituciones y el sistema de valores que no pudo contenerlos. Por eso, los viejos suelen ser los que gritan, como las señoras gordas que quieren salvarse de primero en los barcos a pique, “hay crisis de valores”, cuando en verdad quieren decir, ya no podemos controlar nuestras pulsiones. Los defensores de los diques educativos, por su parte, y al contrario, le llaman “puentes” y “escaleras” para personas que, en la medida que avanzan o suben, se hacen más nobles y mejores. Estos creen que todo se resuelve con educación, ignorando que las guerras “mundiales” se las hicieron las naciones más ilustradas de la historia y no las más “salvajes”. O, su versión crítica, ejercida por anarquistas delicados, en la que conciben a los pueblos como nobles y buenos por principio, y donde la educación a veces los puede desviar, pero nunca pervertir.

Buda es la nada pura, la serenidad. El que reconoció el deseo (madre del dolor y del placer) como el verdadero obstáculo de la liberación. Pero su fórmula no es reprimirlo o “desear” (obsérvese el arco de la paradoja) la superación del deseo. Buda es difícil para una mentalidad dual como la Occidental que, en términos ilustrados, es heredera de Platón, el verdadero padre de nuestra manera de pensar. Muchos científicos de los nuevos descubrimientos en la física de partículas (desde Niels Bohr hasta Fitoj Kapra) reconocen que no pueden explicarse los nuevos descubrimientos con las coordenadas del lenguaje y el pensamiento clásico. Uno de ellos apeló en una de sus obras (El Tao de la Física), para explicarla, a la danza de Shiva.

Sea lo que sea, entre el Divino Marqués y el Iluminado, hay una complicidad inexplicable que se podría denominar como un “sadismo búdico” o un “budismo sádico”. Si en las parejas de las que hablamos al inicio había una comunidad profunda de valores que incluso los hacía oponerse, entre estos sabios, tan alejados entre sí, parece advertirse también una comunión pero más compleja, donde el uno está en el otro y viceversa.

Uno hizo del deseo su dios, pero hay en su pureza algo divinamente atroz. Dentro de una inocencia criminal (como la de Juliette), una maldad conmovedoramente pura (como la del Mefistófeles de Goethe o el Yago de Shakespeare) que se ignora, circula su mundo perfecto que, a base de destrucciones continuas, se renueva y devora, ofreciendo la frescura de un deseo siempre presente, inmortal. Somos “máquina deseantes”, dirán después sus discípulos ilustrados, como Deleuze y Foucault. El vicio es su virtud, sin duda, pero lo hace tan seductor que elimina totalmente al otro de su universo y se disuelve a sí mismo abriendo paso a una luz extraña y plenamente mortal que sólo consiguen los sabios de cualquier cultura. Sade es por eso el primer publicista del sistema moderno, cuya raíz más profunda, que sólo el calibró, es el deseo puro.

El otro, el Buda, reconoce en el deseo, el dios y prisión de todo humano. Nos sugiere que incluso luchar contra él es parte de su fuerza y quien no comprende esta fórmula encontrará algo sádico, perverso y cómplice en la pasividad del Buda. Reconoce al deseo, es cierto, pero ni lo condena ni lo asume. Deja que se consuma en su ilusión. Lo trasciende dentro de él, extinguiéndolo, que es lo que significa Nirvana.

Sade desde dentro se arrodilla ante el deseo y Buda desde afuera lo extingue. Uno lo reconoce para adorarlo hasta el fin, el otro para ignorarlo desde el origen. Misma premisa de despegue para distintas consecuencias, que al fin y al cabo se reúnen en nuestros días (el arco paradójico se cierra en un círculo) de un modo extraño, con la publicidad y la búsqueda de espiritualidades alternativas. ¿Por ventura, y para volverse locos, ambos no son ya lo mismo? ¿O hay un punto medio como aconseja el Gautama? Esa coincidencia entre el Buda y Aristóteles, que lo aleja del Marqués y que yo quiero regresarlo para reunirlos de nuevo, nos puede llevar a decir, buscando ese equilibrio, que aceptamos las simplezas de una manera de vivir sentado frente a un sol amigo, cuya consecuencia lógica, morir caminando hacia al mar, nos es devuelta al revés, por las cadencias de una chica que no necesitamos conocer para salvarnos. ¿Son nuestros los rayos suaves de la tarde en la que podamos abandonarnos a las dulzuras de la carne y que la noche nos sirva para reflexionar sobre la inutilidad del recorrido, como la escalera de Wittgenstein?

Nuestras miradas recorren todos los dualismos y deshacen los fragmentos de nuestras vidas, anulando los efectos especiales que recobramos, para engañar a los demás, sobre nuestra propia lástima. Entre Buda y Sade, debe haber algo que nos devuelva a la alegría de los sesenta, a nuestros pasos sin prisa, a las miradas oblicuas sobre los edificios sin importancia, a las arenas de Ipanema que nunca conoceré, a nuestra satisfacción de perdernos sin dar explicaciones.

Definitivamente entre Sade y Buda hay, pero no lo necesitamos saber, un deseo sin desenfreno; una pasión con delicadezas; una atracción sin violencias; una seducción sin continuidad; unas descargas libertinas suspensivas; un balanceo sin prisa; una lujuria suave sin desearse; una carne dorada compasiva; una sodomía serena… Vamos, Tránsito, tócala otra vez.







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