Inception: ¿el fin de la culpa?
Por Freddy Quezada
El secreto de la iglesia, que lo llegué a saber en un juego de naipes con jesuitas, es que el infierno, la sala de recepción de nuestras faltas y delitos, no existe. Es decir, somos absolutamente libres; no somos culpables de nada. Y el gran problema nuestro es la responsabilidad de tamaña libertad. Algo que nadie puede enseñarle a nadie, al revés de lo que creyeron los existencialistas ateos, cuando decían que cada uno es el otro y nadie sí mismo; cuando en verdad, todos somos sí mismo y nadie el otro.
Inception, hay que verla más de una vez para comprenderla. A la primera de basto, es un collage, incoherente y múltiple, rápido y furioso, interrumpido y simultáneo, entre persecuciones típicas de Hollywood (con sus cámaras lentas, dentro del vértigo, sensacionales); flotaduras aéreas (muy parecidas a los sueños de uno, cuando descubre monedas y recorre paisajes); las separaciones de seres inertes y mentes dinámicas (enfatizando el viejo dominio del pensamiento sobre los cuerpos) y guiones de espionajes, extraídos de la guerra fría. Al final, uno no comprende la tranquilidad del héroe (Di Caprio) al reunirse con sus hijas, pues pareciera otro sueño más.
En la segunda mirada, basta con auxiliarse de un hilo de Ariadna (por cierto así llamado el personaje interpretado por Ellen Page) para observar sueños dentro de sueños (como cajas chinas) donde al final del laberinto, en vez de disolvernos en el Sí mismo, como aconsejan los niveles de sueño de Brahman en la tradición hindú, Christopher Nolan, director de la cinta, instala la culpa del personaje principal (Di Caprio) quien desarrolla un diálogo con la mujer que ama y a quien considera su víctima.
Somos pasmosos testigos de la combinación desigual de tres tradiciones: la griega del laberinto de Minos, donde Teseo, con la ayuda del hilo de Ariadna, mata al Minotauro que, la tradición cristiana de Nolan, coloca como culpa, y la de los niveles de los sueños que, dentro de un círculo, colocan a la realidad en una ilusión, que se va destruyendo hasta convertirnos en Atman en el último nivel, donde desaparece. Borges, desde su cuento las Ruinas Circulares, pudo ser el guionista de Inception.
Nolan ha descentrado la culpa para despedirse de los últimos restos del cristianismo tal como lo conocemos hoy, por medio de los supermestizajes a los que la época se abre con las migraciones, Internet y películas de este tipo. Es una película que bordea límites. Y sólo en los límites se conocen las cosas, en efecto, como creían los griegos, pero un límite, también hay que recordarlo, como lo pensaban los taoístas, es una frontera entre una cosa y otra, y ahí las mezclas, como lo ha demostrado desde el ying yang hasta las pensadoras de fronteras, son creadoras y sólo miran desorden y destrucción, los observadores de sistemas, reglas, orden y cánones que aprenden en las universidades.
La culpa fue la verdadera revolución que derrotó en Europa a la tradición grecorromana, más inclinada a los placeres y a la carne, sin menoscabo de su episteme y que fue reforzada por su anverso, la promesa bíblica de un cielo para todos y la de una tierra prometida, feliz y abundante que después fue convertida por sus herederos en civilización, progreso y desarrollo, por medio de una evolución liberal, sostenida invisiblemente por colonias, o por medio de revolución dialéctica eurocéntrica. Hoy podemos decir que todas las promesas de las metróplis sólo podían ser valoradas en sus colonias, como la de la Francia revolucionaria en la rebelión "negra" haitiana y la soviética en Afganistán. Inversamente, la autoridad discursiva de las identidades de las excolonias, fueron fortalecidas por sus emancipadores e intelectuales en el seno de las metrópolis (Bolívar jura en Roma; Martí en New York, y todos nuestros artistas encuentran su identidad en Francia, Inglaterra, España, Alemania y EEUU).
Si esta vez jugara al póker con filósofos y científicos, les apostaría, como hice con los sacerdotes, el secreto de la razón. Si les ganara, mucho me temo llegar a saber, ahora, que la esperanza no existe. Y que, a como somos libres de la culpa, lo somos también de la redención.
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