Como en el "Dia de la Marmota", esa joya del cine con Bill Murray y Andie Mc Dowell, me levanto todos los días a hacer lo mismo. Me desperezo, sintonizo La Joya FM, arreglo mi cama, pongo en orden mi ropa del día sobre ella de menor a mayor: calcetines, reloj, desodorante, talco para los pies y pañuelo, para ir a la ducha y, al regresar, ponerme todo lo ordenado. (En este paréntesis no puedo contar tantas cosas que ellas en sí mismas son grandes relatos, no porque hay algo de espectacular, sino porque no les doy importancia, por ejemplo, guiñarle los bigotes al gato). Bebo mi café con pan untado de margarina, mientras leo el periódico del día y mi libro de turno (confesión para pasto de las feministas, mi mamá me lo pone). Cepillo mis dientes (los dos delanteros están apunto de caerse), me rocío colonia (una granada de pedos, les digo a mis sobrinos para evitar que la usen) y salgo a tomar el autobus que dura exactamente una hora para llevarme a mi destino.
En el trayecto, viaje que otro día relataré, pues tiene también su propio universo, (otro paréntesis digno de un Ulyses como el de Joyce; recuerdan aquella frase de Dedalus --el artista-- a Bloom --el científico--, ¿cuál de los dos, Aristóteles o Platón, me expulsará de su República?) usualmente dispongo de asiento para pensar y reflexionar durante toda una hora. Al llegar a la Universidad donde está mi centro de trabajo, reviso mi correo electrónico, generalmente novedades de libros electrónicos, preguntas de profesores e intelectuales sobre algunos de mis ensayos, busco rabiosamente una taza de café, escribo algunas notas sobre la investigación que efectúo en el momento y también emborrono algunas cuartillas con mis artículos para los periódicos universitarios y nacionales. Leo mis carpetas favoritas y visito las bibliotecas virtuales más variadas.
Saludo a mis compañeros y compañeras de oficina. Cada quien en su sitio, leyendo, escribiendo e investigando, el director en su oficina, alguien que aún no logra distinguir cuándo una persona teme y cuando desprecia, del mismo modo que no diferencia al griego del miskito, formula proyectos y coordina; la secretaria nuestra lo auxilia. Las dos investigadoras, una senior, cuyo oficio más célebre es hablar de los demás, siempre aconsejando todo lo contario de lo que hace, sin aprender de las consecuencias negativas que se le devuelven y que le incapacitan de reconocerse como víctima de las mismas; (en este momento vuela una cucaracha que no aplasto con el zapato sólo porque amo a los animales) y otra junior, mujer inteligente, desgarrada entre la sociología y el derecho, trabajan en sus respectivos temas, consultando hipótesis, intercambiando ideas y bibliografías. (Parezco una niña recitando su lección aprendida de maestra de primaria o uno de esos ventríloquos en rodillas de artista pobre, narrando lugares comunes para descargar un chiste barato). Todos, a su vez, viéndome a mí como un cínico y un canalla. Ofensa que, orgullosamente, siempre tomo como un cumplido.
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