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Thursday, November 10, 2005

El Placer y el Dolor en nuestra Cultura




REFLEXIONES A PARTIR DE LA OBRA

DEL REV. JOSÉ MIGUEL TORREZ

“HISTORIA DEL ECUMENISMO PROTESTANTE

NICARAGÜENSE EN EL SIGLO XX”

(El placer y el dolor en nuestra cultura)


Por Freddy Quezada



A la memoria del maestro Jacques Derrida



“Saben -- dice ese tonto gato bigotón, levantando una copa de vino por todo lo alto --, estoy feliz porque voy a casarme con la bella Melissa. Pero estoy furioso, porque no he podido atrapar al enmascarado pe, pe, peligroso” y, acto seguido, Silvestre, estrella la copa contra el suelo, agitando su pequeña capa de mosquetero y mostrando en close up sus divertidos bigotes, orlando su adorable narizota roja.



No sé porqué razón esa es la imagen que se precipita en mí cuando pienso en la muerte. Una caricatura que llenó mi corazón de niño durante mucho tiempo, hasta el grado de tener en aprecio a todos los felinos del mundo y sorprenderme con ellos cada vez que los miro, gritando con asombro infantil, como si siempre los viera por primera vez: un gatuno!!! Es como si aferrarse a lo más dulce que uno tiene, nos defendiera frente a la muerte. Ese punto en que todos, a excepción del que muere de forma instantánea y ni se entera, nos ancla en la filosofía y en la sacralidad, cuando la vemos venir. Pero las razones pueden ser otras.



Un poco antes de morir Jacques Derrida, sabido de su cáncer pancreático, me sorprendió que en una entrevista, pocos meses antes de su deceso, se interesara por la muerte, tema fuera de sus preocupaciones filosóficas, más bien centrado en la escritura, la descontrucción y la diferencia. Si alguno de sus escritos abordaba estos temas eran aquellos del duelo y de los espectros. Pero había algo en ellos fuera de sí, disyuntado, como él mismo diría.



Me pregunté lo mismo de Heidegger, el autor favorito junto a Platón, de Derrida. El filosofo alemán siempre abordó el tema de nuestra finitud y de aquí derivó sus reflexiones sobre el tiempo, pero realmente no sé qué pensó en sus últimos días, para saber que uno puede pasar hablando tonterías toda su vida, pero cuando se acerca el final, es inevitable situarse frente a él, creyentes o no.



Yo, militante cobarde y cansado de estos últimos, no dejo de hacerme las preguntas claves cuando me abandona el consuelo de Silvestre y sus amigos, frente al gran proceso solitario, frente al huerto de Getsemaní y frente al cáliz de la amargura, como lo definen correctamente los cristianos.



La impresión de la obra del Reverendo Torres que aún dura, me ha puesto a pensar en aquella idea de Albert Camus sobre la única pregunta seria de la filosofía: si vale la pena o no vivir. Es otro modo de preguntarse por la muerte. Esa, junto al placer, que responde que sí la vale, y cuya única preocupación es saber cómo aumentarlo o mantenerlo, si ya se lo ha conseguido, siguen dominando nuestra cultura. Ambas, que según algunas tradiciones orientales están basadas sobre el deseo y cuya salida es renunciar a él, nuestra cultura sigue dándole vueltas y vueltas. ¿Saber vivir o saber morir?



Una de ellas ha servido para revitalizar a la religión que, cada vez y cuando, exige nuestra cultura para oxigenarse, pero siempre basada en esas dos premisas de hierro: entre la felicidad y la muerte, la esperanza y el temor, el placer y el dolor, la vida y la muerte, Eros y Thanatos.



He dicho que las tradiciones “orientales” (hasta cierto punto superespiritualizadas por nuestro desconocimiento, arrogancia y complejo de culpa con ellas) tienen arreglado este aspecto de su cosmovisión porque ellos no separan una cosa de la otra. Y es hasta hace poco que la cultura occidental las está descubriendo. Dentro de una cosa está la otra, dice el yin yan taoísta (las teorías dinámicas no lineales acaban de enterarse); una es la otra y ambas el deseo, dice el Buda (observaciones sabias que pueden servir para comprender el caso de la globalización) adelantándose siglos a Freud y a Lacan; sin una cosa no hay la otra, dice el Zen (centralidad siempre despreciada del estructuralismo que no se las heredó a nadie o nadie las quiso recibir).



El libro de José Miguel Torres “Historia del Ecumenismo Protestante Nicaragüense en el siglo XX” (obra fecunda que comprende en su seno un conjunto de géneros que van desde el autobiográfico hasta el ensayístico reflexivo, pasando por el histórico, documental, testimonial y fotográfico), señala diez aspectos o giros, en su capítulo VI, que me han llamado la atención y que, según el momento, ha hecho de algunas corrientes del cristianismo, una opción por la vida.



Los diez momentos son nudos que arman un tejido en la ética del reverendo Torres, y conciben a la “fe como riesgo y obediencia a las promesas de Dios”, como “esperanza y compromiso con la justicia y la igualdad del prójimo”.



El recorrido que señala va desde las enseñanzas de Karl Barth cuando dice que la “Biblia es un libro cualquiera, pero es palabra de Dios en el Acto en el cual a Él le place revelarse a nosotros”, pasando por “el no del hombre como imposibilidad ontológica porque ha sido precedido por el sí de Dios”; o en el pensamiento de Bonhoeffer donde “la teología vale la pena vivirla porque Jesucristo la había vivido”; en la búsqueda de Mauricio López que ve existencialmente a la “fe como una paradoja”; en la obediencia de Abraham que “sale de lo conocido hacia un lugar que sólo es promesa de futuro”; en el Cristo de la Consumación que “triunfa sobre el mal y la muerte”; en la crítica bíblica donde “la revelación del amor y del perdón de Dios puede despertar en el hombre descristianizado el sentido del pecado y del arrepentimiento”; en la Teología de la Revolución, desde Richard Shaull que condena a “quienes están en una posición de poder” tanto en el capitalismo como en el socialismo; en el cautiverio babilónico donde “había que ver en la cruz el éxito de Dios, había que levantarse de las cenizas, de la nada, la destrucción y el caos”; en la teología del desarrollo donde todo se ve “dentro del gran plan del Reino de Dios, pero más allá de la evolución social y/o natural”; y, por último, la Teología Ecuménica como “Dios señor de la Historia”.



En todos los nudos se advierte una elección por la vida y la defensa de los oprimidos. Sin embargo, es la muerte, como lo “otro” de la apuesta, la que he me ha fascinado. La muerte es uno de los temas más cercano de todas las religiones. Es curioso que este viaje me ha llevado, sin saber cómo, a presentar este trabajo empezando con una cosa opuesta a la que ahora comentaré.



Como le sucedió a Derrida en la entrevista aludida, dos meses antes de su muerte: explica cómo saber vivir y termina en lucha contra él mismo y su cáncer, aconsejando cómo saber morir. Es decir, termina con él mismo, en el sentido literal del término.



Me pregunto si la tan ansiada presencia (ousía) del maestro, no ha sido siempre la muerte. La muerte que esconde en su seno, todo el sencillo misterio de nuestros dioses, que aguardan dentro de cada discontinuidad de la línea continua que creemos la vida, y desde donde un día nos sorprenden con sus signos en medio del más sereno de nuestros pensamientos, el más triste de nuestros actos o la resignación más profunda que terminamos por confundirla con nuestro fin.



La opción por la vida es una apuesta también por la muerte. Así se entendería desde la perspectiva “oriental”. Para que todos vivamos necesitamos que alguien muera todos los días, pero también “ellos”, no pueden imaginarse sino están pesando en el cerebro de los vivos, “como una pesadilla”, decía Marx.



Somos un paréntesis en las tumbas de los cementerios, antes del cual no éramos nada y después, tampoco lo seremos. Cada cosa que miramos ya la hemos visto o ha sido vista por otro u otra que nos dice, informa e impone de grado o por fuerza, matando la luz propia de la cosa que está en su siempre novedad. La cultura, así, es un inmenso monumento a la muerte. La memoria es la muerte que nos acompaña siempre no como sombra, sino como “luz”. El gatuno que siempre miro y me fascina en su majestad novedosa, no puede ser él mismo, ni igual a él cada vez. Es la vida sin nombrarla, pero la matamos cada vez que la deseamos y la queremos atrapar aunque sea por la vía de definir a su opuesto. Quizás por eso inconscientemente pienso en los gatos, cuando se acerca la muerte, porque no será diferente el grito que celebre su llegada. Será tan nuevo como todas las cosas lo son. Será nada, “ya pasó…” dirá Derrida en su última entrevista, preanunciando su propia muerte y recordándonos el eco trágico griego del “todo está bien”, mientras Edipo busca la mano fresca de muchacha que lo guía en su ceguera.



Yo conscientemente prefiero verme como Bakunin, cuando al final de su vida, ignorado, enfermo, viejo y apagado, dijo algo que me hizo llorar y espero que detrás de esa declaración, que hoy hago mía, se encuentre ese señor que todos invocan, como si lo conocieran, y deje caer su juicio sobre mi nuca:



Me rindo!!!

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