He recibido varias reacciones en este blog, de parte de estudiantes, profesores universitarios e intelectuales latinoamericanos, a propósito de mis apreciaciones sobre los disturbios en Francia. Las reacciones giran alrededor de si hay o no cabida para los latinoamericanos en los paradigmas clásicos que mencionaba para leer, y combinar a placer, la situación en Francia, en particular, y en Europa en general.
El peruano, en cambio, quiso combinar la fuerza del mito soreliano con el peso y el poder de los indígenas reales en
El discurso maestro de Zea se puede resumir así: asumir nuestro pasado para enfrentar el futuro, resolviendo nuestros propios problemas y, de ese modo, encontrar la autenticidad como la clave de una filosofía que se hará universal.
Mariátegui, por su parte, extrae su poesía de nuestro pasado (las comunas incaicas) y lo hace desear como nuestro futuro con la fuerza de los mitos, en los términos que los concibió Sorel. Parece ser que la clave de ambos pensadores está en la memoria de nuestros países, del peso de la cultura popular por encima de la clase ilustrada (a pesar de pertenecer a ella). Cómo recordamos nuestro pasado, cómo construimos nuestras heridas y humillaciones.
Pero el sentido en verdad es que, nos resistamos o no, seguimos dándole vueltas al mismo asunto de siempre: la identidad. Originales o no, auténticos o no, híbridos o no, seguimos poniéndonos de acuerdo o no, como ilustrados. Desde el marxismo fácil y “religioso” (ese que con cuatro claves simples nos bastaba no sólo para comprender el mundo sino para salvarlo), el único que pudo admitir la intelectualidad de izquierda latinoamericana, fue por el que nos partimos el alma para redimir a los pobres del mundo. Ya tarde, sabríamos que era una de las peores copias que hemos hecho. Luego vendrían otros, cuya novedad sería ocultar sus autores fuentes (Barbero con Weber; Laclau con los postmodernos; García Canclini con Bahba; Mignolo con Said; Richards con Spivak, etc). Y no es ningún pecado hacerlo, desde el punto de vista gadameriano, incluso es inevitable y necesario. Nadie de los autores contemporáneos que conozco, a excepción de Krishanmurti, Wittgenstein y Cioran, deja de citar a otros autores, a favor o en contra, para apoyar lo que dice.
A nuestra clase media tal vez les falte un sentido de responsabilidad ("cada cosa que hagamos tendrá consecuencias para los demás y para uno mismo"), pero no en el sentido de Weber, que la rebaja a una ética por el temor del mañana, sino como actitud, como la aconseja el Buda. También le falta el riesgo, pero no el del capitalismo cimarrón, y que parece contradecir a la responsabilidad, pero que en verdad la complementa. Hay que derrotar a los imaginarios que se nos imponen, y que nosotros mismos asumimos como verdad performativa, con el riesgo. No dejarnos llevar por la superficie, la imagen, el concepto, la memoria, el pasado, lo conocido. No conocemos quiénes son realmente los representados por los imaginarios. Con el riesgo (puede ser o no ser) asumimos las consecuencias de lo que sea. Pero si ya es imposible convencer a la sociedad que su camino no es la acción, pues vayamos hasta las últimas consecuencias con ella y decidamos de una vez por todas arriesgarnos a equivocarnos, también, en grande. ¿De todas maneras, no es lo mismo que venimos haciendo desde siempre?
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