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Wednesday, July 29, 2009

Ni los K representan al setentismo ni todos los jóvenes de los '70 fueron revolucionarios

Ni los K representan al setentismo ni todos los jóvenes de los '70 fueron revolucionarios

POR CARLOS SCHULMAISTER

Historiador, educador y escritor, además de lector de Urgente24, el autor confiesa tener una tendencia incorregible: escribe largo. Pero no por eso dejan de atraer sus reflexiones que procuran avanzar en una búsqueda compleja: qué le ocurre a la sociedad argentina que, un día, decidió involucionar. El título original de esta columna fue 'Del setentismo y otras categorías fantasmáticas, o los peligros de las generalizaciones indebidas':



VILLA REGINA, Río Negro (Especial para Urgente24). Con frecuencia leemos o escuchamos que el gobierno nacional en Argentina está mayoritariamente compuesto por 'setentistas'. Es decir, no por 'setentones' o septuagenarios sino por quienes integraron las huestes juveniles politizadas de la década del '70.

En realidad, lo que se sobreentiende es que los funcionarios, además de pertenecer a una determinada franja etaria, poseerían una calificación sustantiva de dos posibilidades: una, el haber sido militantes o simpatizantes de los movimientos revolucionarios de entonces, y la otra, el sostener actualmente posiciones o compromisos que aunque no puedan ser considerados revolucionarios como los de aquellos años sí puedan serlo hoy como expresiones representativas de una cierta izquierda.

Esta creencia, llena de inexactitudes que conducen a gruesos equívocos, se expresa en una determinada orientación de los discursos del campo oficialista, así como en la recepción de los mismos por simpatizantes, indiferentes y opositores varios. Veamos más al respecto.

Primeramente, quienes pudiendo ser considerados jóvenes con protagonismo real en la vida política y social de los 'años de plomo' (encabalgados en las décadas del '60 y del '70) debieron haber nacido entre 1940 y 1955, por lo cual hoy (año 2009) tendrían entre 55 y 70 años de edad, mayormente. Pues bien, por más que en el gobierno nacional existan actualmente ex guerrilleros notorios de edad provecta o próximos a ella, no es éste el caso típico.

La nomenklatura K, especialmente en el Ejecutivo y el Legislativo, está integrada por muchos funcionarios jóvenes cuyas edades oscilan entre los 30 y los 50 años. Por lo tanto, en aquella década estruendosa éstos no habían nacido aún, o a lo sumo eran niños.

Conclusión: no es exacto que la generación juvenil de los años '70 está hoy en el gobierno. Quiero decir, repito, mayoritariamente.

Ahora bien, podrían estar en el gobierno aquellas sus viejas y conocidas ideas, ya sea en sus viejas versiones o aggiornadas en diverso grado, y encarnadas en los mismos portadores generacionales -los supérstites ahora avejentados- o bien en nuevas camadas de jóvenes.

Precisamente, es a esto a lo que aluden quienes hablan de los setentistas en el gobierno del matrimonio Kirchner. Ciertamente, con este término se transmiten variados significados y sentidos que exceden holgadamente la simple referencia etaria, es decir, el haber sido jóvenes en 1966 ó en 1973. Y aquí viene el segundo error, consistente en aceptar axiomáticamente la idea de que todos los que fueron jóvenes en torno a esas décadas simpatizaban o sostenían inexorablemente ideologías revolucionarias, antimperialistas y socialistas.

En la actualidad, en ese entendimiento son producidos en serie muchos discursos oficialistas expresos e implícitos, y así también son reproducidos por simpatizantes y opositores no siempre conscientes de su falacia.

Este equívoco es fácilmente desmontable toda vez que constituye una generalización mentirosa, para nada inocente, fruto de la tremenda capacidad mitificante y mistificante de los argentinos, sobre todo cuando hoy, por razones de edad, la mayor parte de la población no ha vivido ni protagonizado la vida política de aquellas décadas, dejándose convencer como niños con una memoria parcial, sesgada con rasgos ideológicos de izquierda.

En realidad, lo que está suficientemente probado es la tremenda diversidad existente en cuanto a concepciones, prácticas y discursos concretos de los protagonistas de los '70 que pueden ser catalogados como izquierdistas. Diversidad que tiñe las condiciones y grados de 'revolucionarismo' de las tendencias y corrientes político ideológicas de entonces, así como su ambigüedad conceptual en torno a ciertas categorías, por caso las de imperialismo y socialismo, así como también la diversidad de sus estéticas políticas.

Consecuencia de esto es que la actual memoria oficial sobre los años '70 posea un aura de verismo histórico falsamente legitimador y acreditador de una supuesta primacía de las corrientes revolucionarias en las adscripciones ideológicas, políticas y hasta culturales de los adolescentes y jóvenes durante esos complicados años de nuestra historia. Dicha presunta primacía es una construcción totalitaria de nuestro pasado que no rinde tributo a la verdad, por más elusiva y compleja que ésta pueda ser.

Ciertamente, las corrientes de izquierda hicieron mucho ruido y movimiento en Occidente en esas décadas, pero hacer ruido y moverse es una exigencia técnica básica de la política y la guerra revolucionarias, con carácter de medio propagandístico para propios y extraños, amén de cumplir otras funciones.

También había millares de jóvenes de los llamados hippies que optaban entusiastamente por la música, la paz, la marihuana y la liberación sexual, y que rechazaban absolutamente la cultura de la muerte, por más contestatarios que fueran a su modo, así como eran hedonistas y escapistas simultáneamente.

Nadie podrá negar que aquellas décadas fueron famosas por la emergencia de la juventud como sector social autónomo y en especial por la cultura hippie. Probablemente haya existido en el mundo mayor cantidad de hippies que jóvenes revolucionarios, pero nunca hicieron tanto ruido ni se movieron tanto como estos últimos.

Podríamos decir sintéticamente que la explicación de esa diferencia está dada por la búsqueda del poder en los revolucionarios, y como éste no se compra en ningún mercado hay que construirlo con esfuerzo... y con inteligencia...

Es decir, mientras los jóvenes en general, incluidos los hippies, vivían el presente, los jóvenes revolucionarios actuaban (me refiero a los que mandaban y tenían encuadramiento militante), lo que explica la naturaleza y las funciones del activismo como medio, como instrumento, de sus ideologías.

Dicho de otra manera, asegurándoles la posteridad de mil maneras reales y simbólicas; cosa que hacen todos los revolucionarios desde Carlos Marx para acá: cuando actúan siembran. Algo absolutamente distinto a lo que hace un cristiano verdadero, que cuando obra el amor y la caridad no las hace jamás como medio sino como fin.

La mayor parte de los jóvenes vivía la vida con esperanzas en el porvenir, con deseos de progresar en base al esfuerzo personal, pero sin dramatismo pese a la desigualdad política y social que particularmente los afectara; y sin opciones dilemáticas originadas en 'llamados' de su conciencia o derivados de sus creencias religiosas, cosa que sí sucedió a otros jóvenes que se enamoraron de 'la Revolución'.

La gran mayoría de la juventud de Argentina estudiaba, trabajaba y se divertía aprendiendo en la escuela de la vida y en la vida político institucional de esos tiempos de dictaduras cívico-militares- a conjugar esfuerzos, luchas y anhelos personales y colectivos con los obstáculos que sus respectivas realidades de clase les brindaban.

Sin embargo, esos jóvenes que constituían la mayoría de la juventud eran despreciados y tenidos por 'individualistas' (en realidad se quería y quiere significar la idea de egoístas, indiferentes) por parte de quienes se autoconsideraban “comprometidos con las luchas de los pueblos”.

En esos años, ser joven y tener militancia estudiantil en agrupaciones y partidos doctrinalmente democráticos como la Democracia Cristiana, el Desarrollismo, el Socialismo Democrático, la Franja Morada y la Unión Cívica Radical, o agrupaciones o partidos del Liberalismo recibían un desdén filosófico por parte de los 'comprometidos' (consciente o inconscientemente influenciados por una amplia gama de ideólogos y conductores) cuando no un hostigamiento “disciplinador” anticipatorio del inminente Juicio Final que se avecinaba.

Así y todo, cualquier persona sensata diría hoy que los primeros eran más sanos y auténticos que los segundos. Sobre todo lo dirían muchos hombres y mujeres que vivieron y fueron protagonistas de aquellas quimeras revolucionarias al pensar cuál de los dos modelos de juventud preferirían hoy para sus propios hijos.

Por mi parte, considero equivocada la mirada romántica que seduce a muchos jóvenes actuales que no han vivido aquella época, y que creen no sólo que existió una épica revolucionaria juvenil, hegemónica, omnipresente y excluyente de toda alternativa para la vida social de entonces, sino que además era éticamente superior.

Como se sabe, la distancia y el tiempo magnifican siempre las ponderaciones del pasado. No obstante, y sin que lo que llevamos dicho pretenda disminuir la intensidad de los fuegos reales ni tampoco la de los fuegos fatuos de entonces, lo cierto es que ese mecanismo psicológico abunda a la hora de las ponderaciones y evaluaciones personales de tanto ego narcisista insatisfecho, sobre todo si posteriormente llega una época en que un pasado personal de supuestas luchas sociales y políticas revolucionarias viste y paga muy bien.

Por lo tanto, ni la nomenklatura K representa el cartabón de edad llamado setentista, ni todos los jóvenes de la década del '70 fueron de izquierda o revolucionarios.

Lo anterior no significa que no existan hoy en el gobierno numerosos setentistas 'verdaderos' (aquellos que además de ser jóvenes por entonces creían y protagonizaban aquellas quimeras), pero ocurre que no todos fueron combatientes armados, como pareciera ser la regla actual de la percepción de esa época.

Es que cuando más uno se aleja del sol hasta los enanos dan sombra de gigantes por efecto de la distancia. De ahí a venderse como lo que no fueron y a sentirse, presentarse y postularse a la categoría senior con destino a la vitrina de los correspondientes partidos dedicados al revival setentista sólo resta un paso muy corto para muchos ex.

Donde mejor se ha visto este fenómeno es en el peronismo, tanto en el ala derecha (con viejos carcamanes engolados e infatuados no se sabe porqué ya que su único mérito indiscutido es haber llegado a viejos y bien entrazados) como en el ala izquierda, donde salvo escasas excepciones no han sido capaces de realizar ninguna autocrítica sincera, pese a continuar haciendo discursos para la posteridad.

Si nos centramos en los setentistas y revolucionarios que no fueron asesinados, torturados y desaparecidos, algunos continúan con sus viejas ideas y no abrevan, precisamente, en los manantiales oficiales; otros, en cambio, las han abandonado y por otras o similares razones también están sideralmente distantes del oficialismo; luego, otros hacen lo que pueden para durar y mitigar sus dolores en silencio. Y todos ellos merecen respeto como personas.

Pero existen otros, demasiados, que habiendo sobrevivido se integraron entusiasta y éxitosamente -ya antes de la llegada de Alí Babá y los Cuarenta Mil Ladrones- en la economía del sistema que antes demonizaban por “intrínsecamente perverso”, llegando a ser emblemáticos 'noventistas', tanto que al interior del presunto setentismo actual, muchos de ellos son considerados piantavotos por todo el mundo, y el Matrimonio no los quiere entre los suyos.

Asimismo, existe otro error de percepción cuya consecuencia es comprar gato por liebre: creer que los que están tras los escritorios del gobierno son los puros, los duros, los inclaudicables, los imprescindibles, etc, etc, aquellos que morirán combatiendo en el puesto que les toque, etc, etc; o, en una versión más lavada, que son muchachos que creen, aunque más no sea, en la justicia social (y un tanto menos en las dos restantes banderas justicialistas por necesidad de sentirse un tanto 'realistas', siendo que el realismo constituye tanto la obsesión como la debilidad de los peronistas, y también de todo aspirante a planta permanente).

En este caso lo verdadero es lo contrario: quienes abundan en el gobierno son otros, los de siempre, los del funcionariado (con una espantosa mezcla de intervencionistas y privatistas según los deseos del Matrimonio) y los del café literario, es decir, los intelectuales, los tecnócratas y los publicistas que producen los discursos legitimadores del capitalismo de amigos que ellos no integran accionariamente, tal como ha sido siempre tratándose de ellos, pues los verdaderos grandes beneficiados aparecen poco, están en las sombras y traen las propuestas.

Los primeros han vivido toda su vida del presupuesto del Estado, soñando con alcanzar al final de sus trayectorias el reconocimiento oficial como 'bolas de bronce' de las repisas y vidrieras del Museo de la Revolución, entendida ésta como “la revolución inconclusa del general Perón” o como la otra, la discursiva, a menudo experimental, aprendida por muchos en los libros y en las células de El Partido, por más que después hayan ido a parar a las Unidades Básicas. Destino, este último, la mayor parte de las veces ni casual ni sincero.

Por lo tanto, lo que habitualmente se entiende como setentista constituye una generalización indebida, arbitraria y sólo parcialmente correcta, ya que esa discutida generación percibida desde afuera y desde el presente con rasgos de homogeneidad y solidez, en una visión superficial y acrítica, abarcaba una amplia gama de diversidad política e ideológica.

Ciertamente, aquellos años son recordados más por la intensidad que revistieron en nuestro país las tendencias contestatarias que giraban a mayor o menor distancia del fetiche de la revolución social de los pueblos que por la cantidad de sus prosélitos.

Prueba de la controversialidad de tan ligeros supuestos discursivos es el hecho de que muchos de aquellos ex jóvenes, luego del histórico fracaso local y mundial de sus emblemáticas quimeras, se hartaron de ellas y de otras del mismo tipo, aunque hayan ido exteriorizado esa sensación durante las décadas posteriores. Lamentablemente, no figuran en las estadísticas, pero seguramente son muchísimos.

Además, algunos integrantes de ese sector escindido se diferenciaron nuevamente por el hecho de no habérseles secado el corazón al llegar a los ´90, y en consecuencia no se volvieron egoístas ni cínicos por haberse puesto a la defensiva respecto de la agresión que sintieron que encerraban y encierran ciertos viejos mitos inservibles cuando son manipulados por las renovadas apetencias de poder de los grupos dirigentes de turno, léase Menem o Kirchners.

Por eso mismo, no cabe referirse a esos años -ni en general a ningún período histórico- como expresión de supuestos estados colectivos de conciencia con características de homogeneidad en el tiempo y en el espacio, y por extensión constituyentes de supuestas identidades monolíticas, tal como, por ejemplo, se hace también incorrectamente al mencionar sin beneficio de inventario una supuesta Generación del 80.

Es bueno advertirse y advertir a los demás de este necesario recaudo, antes de posicionarse individualmente en el análisis histórico, o de expresarse acerca de las condiciones del 'presente'. Por lo menos si uno es honesto intelectualmente.

Por más que toda mismidad, toda subjetividad, sea inexorablemente tributaria de lo social, es honesto no asumir delegaciones, ni representaciones ni mandatos de ninguna clase, ya sean expresos, 'naturales' o tácitos. De modo que cualquier coincidencia -por caso con estas líneas- no será por si misma buena ni mala, ni auspiciosa, ni digna de celebración o de lamento.

Además de no resultar actualmente confiable la eficacia del viejo concepto de generación, cualquier remisión a la famosa generación sesen/setentista debe ser tomada con muchos recaudos no sólo respecto de aquellos jóvenes supuestamente izquierdistas, progresistas o idealistas, sino de todos los otros que vivieron y sobrevivieron sin ser ni autopercibirse como tales.

Toda generalización implica un riesgo potencial o real de caer en los absolutos, en consecuencia, en la regimentación que es consustancial a toda pretensión de uniformidad.

La generalización, o la abstracción, son procedimientos útiles, adecuados y convenientes para propósitos de conocimiento y comprensión de la multiforme y extensa diversidad de lo existente, pero a la vez representan potenciales riesgos de distorsión de la percepción y conocimiento de aquello a lo cual se aplica.

De modo que esta actitud de prudencia y sigilo para la denominación y el rótulo, que algunos probablemente rotulen de 'posmoderna', es a mi juicio un buen aporte de estos tiempos que, por otra parte, son tan contradictorios como lo han sido y lo serán todos los tiempos vividos o imaginados.

Decir lo que llevamos dicho no significa dejar de someterse, ni mucho menos pretenderlo, a las generales de la ley en cuanto a ser un animal generalizador como somos todos los humanos ineludiblemente. No obstante, sostengo la necesidad y la conveniencia de cambiar ese condicionamiento en punto a nuestro presente y nuestro futuro societal.

¿Qué significa esto? Pues que hacia atrás no deseo ni creo conveniente insistir en el revisionismo histórico tendenciado y polarizado, pero no porque no haya motivos, sino porque sería una tarea inacabable a cuyos fines la acumulación sobreabundante de certezas y convencimientos sesgados resultaría permanentemente inútil e ineficaz como herramienta para la convivencia social, que de eso se trata el conocer y comprender puesto que éste sí es un medio y no un fin en si mismo.

Por lo mismo, una nueva actitud será más fácil de sobrellevar y de aplicar permanentemente siempre que dejemos de mirar atrás para vivir como malamente lo hemos hecho hasta ahora.

En tal sentido, ciertamente, muchas generalizaciones sintetizadoras sobre el pasado son y seguirán siendo funcionales por largo tiempo a su apropiación y construcción por hombres de otros presentes históricos, pero en algunos momentos claves del devenir ni esas generalizaciones ni los supuestos determinismos que las sustentaban tendrán ya más valor ni eficacia lógica.

Será entonces cuando ciertas tendencias y dinámicas sociales provenientes del pasado, rígidamente estructuradas en los corset y en las armaduras de sus concepciones políticas, filosóficas e ideológicas, dejarán de tener fuerza transformadora y se convertirán en fantasmas encerrados en el baúl de las cosas inservibles. Ello tendrá lugar cuando se miren en los espejos del presente y comprueben que no les devuelven la imagen que ellas y los demás habían sostenido por largo tiempo.

El reconocimiento de la derogación y eventualmente la destitución consciente de significados y sentidos de las palabras, convertidas a fuerza de uso acrítico en verdades de sentido común, lleva necesariamente a una sociedad mentalmente sana a despojarse de ellas sin traumas psicológicos, antes bien, con entusiasmo y esperanza en el porvenir.

En suma, apostamos a que en el futuro una política con valores humanistas a construir democráticamente entre todos los argentinos desplace definitivamente una historia y una memoria maniqueas que nos retrotraen permanentemente al pasado.

Vayan estas consideraciones con motivo de la inminencia del inicio del Bicentenario del inicio de la Revolución de Mayo, cuyo significado y sentido merecen y exigen reconsideraciones serenas y honestas, así como lo merecen y requieren muchas palabras surgidas desde entonces pero que hoy sólo son muletas y bastones para un farsesco ejercicio intelectual, por caso tal como quedó demostrado durante la crisis política del gobierno en sus relaciones con los productores agropecuarios, en los alcances dados al término 'oligarquía' desde el discurso oficial, aceptados por una parte de la ciudadanía, pero rechazados consciente o intuitivamente por la mayor parte de ésta.

Tuesday, July 28, 2009

Debate en Argentina

Polémica entre Oscar Del Barco y varios intelectuales argentinos

Para los que deseen leer los textos pueden pulsar en los nombres subrayados con vínculos. Está toma de El Universo de Oscar Portela

Tuesday, July 07, 2009

Motivos para cantar en el bicentenario de la patria

Presento dos colaboraciones que me ha hecho llegar, con su gentileza y amistad de siempre, el profesor Carlos Schulmaister. Disfruten.

Motivos para cantar en el bicentenario

por Carlos SCHULMAISTER

Argentina

Toda manifestación o expresión artística o estética de carácter colectivo que no vive por sí misma sino mediante resurrecciones rituales no prueba solamente una crisis estética sino fundamentalmente la crisis ética de sus fundamentos.

Cincuenta años atrás la infancia estaba poblada de canciones. Uno andaba por las calles de la vida cantando, tarareando y silbando a toda hora. Los altoparlantes de las propaladoras en las plazas pueblerinas se hacían eco de las grandes radios de Buenos Aires difundiendo los temas del hit parade, y en los kioscos se vendían los cancioneros de todos los géneros musicales para satisfacción del niño, la dama y el caballero.

Aquellas viejas canciones tenían melodías agradables y pegadizas, lo cual las hacía fácilmente recordables. Hoy, en cambio, todo es distinto. ¿Quién se atreverá a silbar o tararear un rap u otros géneros musicales percusivos o con sonidos informes de fondo sobre los que se agrega la voz humana a grito pelado?

No caben dudas acerca de la decadencia de muchas estéticas actuales, pero como el gusto musical es algo subjetivo cada uno habrá de excitarse con el propio y no con el del otro. Y lo mismo vale para el baile, por ejemplo para el hip hop.

Ni siquiera en la emblemáticamente tanguera Buenos Aires se podrá hallar hoy, año 2009, alguien entonando o silbando no digo un tango… pues ni siquiera un jingle o una copla futbolera. Cantar, silbar, tararear, ya no son actos personales espontáneos ni tienen la significación para nuestras vidas que tuvieron en el pasado. Hasta sus complejas funciones sociales se han degradado para ser producidos con objetivos mercantilizados o politizados.

Otras formas del canto están en retirada o ya no están: son los himnos, las m
archas y las canciones patrióticas escolares, especialmente en los llamados “actos patrios”. Las disposiciones oficiales de antaño prohibían explícitamente que en ellos se utilizaran discos con versiones cantadas: sólo se permitían las versiones instrumentales pues estaba claro que eran los presentes quienes debían cantar, y sin “muletas”... En cambio hoy ya no se canta: se hace como que sí, pero se escucha una versión grabada, sin la cual el bochorno resultante sería ignominioso.

Durante más de un siglo el canto patrio fue un canto ritualizado, asociado a una concepción metafísica e irracional de la Patria y del patriotismo que sólo en la última década ha comenzado a revisarse aunque sin intervención de las autoridades educativas. Hoy el rito continúa pero como macchietta, pleno de indiferencia intelectual y emocional por parte de alumnos y docentes.

Si la fe en la Patria ha disminuido (por lo menos en esa concepción pa
ternalista) también la Fe religiosa lo ha hecho paralelamente, como lo prueba la agonía del canto en la misa de la Iglesia Católica, tanto como se han extinguido las procesiones en las que los fieles también cantaban.

Como sabemos y recordamos, los cantos sagrados, guerreros y cívicos, todos cantos regimentados, han estado siempre impuestos verticalmente mediante didáctica de machaque, y así han llegado al presente, cargados de formalidades externas, acompañados de una inmensa oquedad en los corazones y las mentes de los asistentes, que en todo caso son meros participantes pasivos.


Tampoco las canciones populares y folclóricas son necesariamente frutos espontáneos y genuinos de la mentada libre creatividad popular, ya que a menudo han sido instituidos por tiranías, dictaduras y populismos, además de los omnipresentes mass media; aún -y sobre todo- en naciones supuestamente soberanas, donde en realidad el único soberano es el plato de lentejas, por más reflejos modernizantes por aquí y por allá para consumo de esclavos y clientes.

O sea que un pueblo que canta no siempre será un pueblo feliz, como sostenía San Agustín. Los esclavos de la antigüedad cantaban hasta cuando eran azotados en sus inhumanos trabajos.

A menudo -y mucho más actualmente- el canto, el baile y otras formas de la
expresividad en general han sido catárticos pero no liberadores o generadores de autoconciencia y autonomía personales, como resultado de metodologías de inducción colectiva por parte de quienes dan a la gente pan y circo, choripán y espectáculos, para que “estalle la alegría”.

¿Será por eso que el canto colectivo en público ya se ha perdido entre nosotros, siendo reemplazado por la mera escucha, mediada por la radio, el televisor, el CD o el DVD? ¿Será porque no somos felices? Si el canto personal es expresión de alegría, ¿será que nos faltan motivos para estar alegres tanto como estados de bien estar?

Recordemos que nuestros dolores colectivos suelen enmascararse tras aquellas inducciones de “alegría”, “emoción” y “fe” mediáticas, administrativas, protocolares y ritualizadas a que antes me referí. Entonces, ¿qué hacer con ellas sabiendo que además de ilegítimas son narcóticas, obligatorias y persuasivas?

Más aún, ¿qué deberían hacer los docentes en las escuelas y en las clases de música?: ¿ser fieles ejecutores de los designios oficiales? Si lo hicieran anularían el valor intrínseco de la dimensión expresiva de los seres humanos, y anularían la libertad que le es consustancial; ni más ni menos que lo que ha sucedido hasta ahora.

Una alternativa sería el rompimiento de cadenas, pero no com
o es habitual en el sistema educativo -para caer en el nihilismo conceptual-, sino para crear espacios de libertad creadora. Tarea educativa que, obviamente, no será administrativa, pasiva, ni gatopardista, y que requiere debates, fines, estudios y formas serios y profundos.

Pero esto último se relaciona con toda la realidad. He aquí, pues, por qué -pese a lo que generalmente se cree- el canto, la música, la danza, no son temas menores de la vida social y cultural.

Balance y proyección de la

representación de la Patria

Por Carlos Schulmaister

En Argentina, y en general en Hispanoamérica, la construcción del sentimiento y la representación de la patria tuvo gestación popular prácticamente desde los orígenes del poblamiento hispano, llegando a picos de entusiasta realización durante las décadas que duró la revolución continental de Mayo. Sin embargo, apenas concluida ésta, en las nuevas patrias se fue produciendo la desnaturalización de su verdadero significado, la distorsión de su simbolismo, especialmente su carácter popular y multicultural, y la desaparición de su fondo ético político.


Ello fue posible a través de los procesos de instrumentación y mistificación llevados a cabo por la incipiente oligarquía terrateniente, sietemesina que renunció a desarrollarse completamente como clase, y que eligió un atajo con miras a la consolidación del sistema político, económico y social que a través de su articulación privilegiada con los centros de poder mundial la tendría como beneficiaria excluyente de dicha relación.


No obstante, aquí como en casi todo el subcontinente fragmentado desde entonces, aquella anterior intuición de patria, es decir, de nación y pueblo unido, de pueblo en marcha hacia logros colectivos mayores en un marco de paz e igualdad social, tendrá esporádicas resurrecciones y luchas contra los proyectos de dominación, de explotación social y de entrega del patrimonio nacional. En todas partes surgieron profetas y caudillos malogrados que comprendieron la impostura que encierra la concepción oligárquica y paternalista de la patria, lo mismo que su astuta creación que es “el ser nacional” concebido como ente metafísico.


La siembra de la semilla en campo hostil no permite su crecimiento fuerte y rápido. El crecimiento de las verdades colectivas con las que se identificaran las mayorías populares, es decir, de la conciencia histórica, social y política popular, fue lento y doloroso, sin embargo, pese a la extraordinaria variedad y magnitud de medios y técnicas implementadas en su contra nunca pudieron ser definitivamente destruidas.


Así, poco a poco, en las patrias chicas sus pueblos comenzaron a enfrentar a los modelos semicoloniales. En esa vertiente resucitó por momentos la utopía de la patria grande acompañada de disímiles procesos de impugnación a las falsas versiones historiográficas oficiales de cada país. La conciencia nacional y popular llevó a los pueblos a intentar construir formas sociales más justas e igualitarias y en esos duros trabajos los símbolos viejos fueron resignificados, no destruidos. Pero como la mayoría de los sucesivos intentos fracasaron, la recolonización cultural, económica y política los atrapó nuevamente sometiéndolos a un proceso mundial de creciente descapitalización material y espiritual, y consiguientemente de sus soberanías.


En este contexto, la patria, tal como ha sido oficialmente considerada y enseñada con didáctica de catecismo por la historia oficial, y por las misas sin fe representadas por la liturgia vacía de los actos patrios escolares, es hoy una noción reificada, con un falso sentido congelado en el tiempo.
¿Qué duda cabe que ni aquel viejo “nacionalismo escolar” cuidadosamente diseñado e implementado por el Consejo Nacional de Educación a partir de 1880, ni la exaltación de los símbolos patrios, ni los actos patrios de la escuela argentina, ni el servicio militar obligatorio convirtieron a las numerosas generaciones de argentinos de los últimos cien años en el reaseguro para la consecución del demorado destino soñado? Más allá del constante anuncio en los sucesivos discursos del poder oligárquico de su inminente realización, lo incontrastable es que ni la unidad de los argentinos ni tampoco una de sus parcialidades ha logrado convertir en efectiva realidad los sueños y las utopías colectivas heredadas y continuadas a lo largo de las generaciones.
La mayoría de los argentinos han pasado por la escuela pública y por el servicio militar obligatorio, instituciones ambas que debían formarnos en el patriotismo, pese a lo cual el secular “desencuentro” entre los hermanos no sólo no se revirtió sino que se consolidó reproduciendo nuestras contradicciones estructurales en lo político, económico, social y cultural.


Precisamente hoy, en el marco de la globalización, los mitos de antaño a los que iba asociada la idea de patria desde el Poder, ya están muertos y por eso el “culto a la patria” ha devenido en necrolatría.


Hasta ahora los actos patrios han sido, dentro del establishment, celebraciones del cumpleaños o conmemoraciones de la muerte de algunos muertos ilustres, con una liturgia otrora muy rigurosa pero actualmente en vías de extinción. Pero por ese medio los nobles fantasmas no se enteran ni se presentan, ni obran beneficios para nosotros, ni renace la patria, y lo que es más importante todavía: no se vivifica el patriotismo en su verdadero sentido, es decir, como relación de amor al prójimo (o sea, al próximo) y compromiso de acción de cara al presente y al futuro; y no como mera adhesión a una u otra vertiente política y social de la historia o de la historiografía argentina.


Aquella vieja representación de la patria de los orígenes, simbolizada en los sectores sociales bajos y mayoritarios, con sus notas de unidad nacional y popular, portadores de sueños, de ideales, de abnegación, de solidaridad, de espíritu de lucha y de sacrificio, esa patria auténtica sin doblez, la mataron una y mil veces en el corazón y en la memoria de los argentinos, y de los latinoamericanos, y cada vez que renacía la volvían a matar.


¿Ha muerto la patria? Ni ha muerto ni sigue viva. No se trata de que la “patria ya no es lo que era” sino que lo que se ha dado en llamar patria con carácter oficial no es lo que debió haber sido para alcanzar la felicidad de los argentinos en su conjunto. La verdadera patria argentina está soterrada, en estado vegetativo, esperando nuevamente asomar a la luz para alcanzar la plenitud. Por eso la patria sigue siendo algo a crear, pues no renace por sí sola si no cae en tierra fértil y se le prodigan amorosos cuidados. Y como toda creación, es algo nuevo que nos está aguardando a los contemporáneos de todas las edades. Por lo tanto hay que volver a crear la patria, y no “refundarla”, por el riesgo asociado y tentador de relanzar la anterior, y porque huele mucho a “restauración”.


La opción no es crear otra patria mística para representar a los pobres o a una nación de pobres. Esa es una nueva versión del mismo círculo tramposo de la idea de patria como dogma indiscutible que requiere y sólo permite patriotas pasivos intelectualmente pero con las manos crispadas. Y menos aun restaurar la patria oligárquica. La patria no se restaura; sólo se restauran las cosas viejas que aun restauradas siguen siendo viejas. Tampoco se la adora como algo divino. Se la construye comunitariamente desde el trabajo creativo y el esfuerzo justamente remunerado, se la ama desde la solidaridad, se la cuida desde la responsabilidad, se la defiende desde la participación, se la vive en plenitud desde la justicia, la libertad y la igualdad, se la disfruta desde la paz y se la mantiene siempre nueva y joven desde las utopías del corazón y el cerebro.


A un lustro del Bicentenario vemos que argentinos y latinoamericanos llevamos un atraso de dos siglos en la construcción de aquel anhelado, posible, y hasta hoy incierto sueño compartido de grandeza inicial. Por eso debemos volver a crear la patria. Una patria nueva para todos y en la que todos nos reflejemos, y no sólo las dos parcialidades clásicas ni otras eventuales o nuevas; en el presente y de cara al porvenir, donde la memoria no sea lastre ni restauración de ninguna vertiente, ni una nueva apuesta a la cultura de la muerte. Una patria nueva en cada patria chica y todas juntas en una patria nueva indoamericana y ésta proyectada con sentido universalista en el mundo.