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Tuesday, July 07, 2009

Motivos para cantar en el bicentenario de la patria

Presento dos colaboraciones que me ha hecho llegar, con su gentileza y amistad de siempre, el profesor Carlos Schulmaister. Disfruten.

Motivos para cantar en el bicentenario

por Carlos SCHULMAISTER

Argentina

Toda manifestación o expresión artística o estética de carácter colectivo que no vive por sí misma sino mediante resurrecciones rituales no prueba solamente una crisis estética sino fundamentalmente la crisis ética de sus fundamentos.

Cincuenta años atrás la infancia estaba poblada de canciones. Uno andaba por las calles de la vida cantando, tarareando y silbando a toda hora. Los altoparlantes de las propaladoras en las plazas pueblerinas se hacían eco de las grandes radios de Buenos Aires difundiendo los temas del hit parade, y en los kioscos se vendían los cancioneros de todos los géneros musicales para satisfacción del niño, la dama y el caballero.

Aquellas viejas canciones tenían melodías agradables y pegadizas, lo cual las hacía fácilmente recordables. Hoy, en cambio, todo es distinto. ¿Quién se atreverá a silbar o tararear un rap u otros géneros musicales percusivos o con sonidos informes de fondo sobre los que se agrega la voz humana a grito pelado?

No caben dudas acerca de la decadencia de muchas estéticas actuales, pero como el gusto musical es algo subjetivo cada uno habrá de excitarse con el propio y no con el del otro. Y lo mismo vale para el baile, por ejemplo para el hip hop.

Ni siquiera en la emblemáticamente tanguera Buenos Aires se podrá hallar hoy, año 2009, alguien entonando o silbando no digo un tango… pues ni siquiera un jingle o una copla futbolera. Cantar, silbar, tararear, ya no son actos personales espontáneos ni tienen la significación para nuestras vidas que tuvieron en el pasado. Hasta sus complejas funciones sociales se han degradado para ser producidos con objetivos mercantilizados o politizados.

Otras formas del canto están en retirada o ya no están: son los himnos, las m
archas y las canciones patrióticas escolares, especialmente en los llamados “actos patrios”. Las disposiciones oficiales de antaño prohibían explícitamente que en ellos se utilizaran discos con versiones cantadas: sólo se permitían las versiones instrumentales pues estaba claro que eran los presentes quienes debían cantar, y sin “muletas”... En cambio hoy ya no se canta: se hace como que sí, pero se escucha una versión grabada, sin la cual el bochorno resultante sería ignominioso.

Durante más de un siglo el canto patrio fue un canto ritualizado, asociado a una concepción metafísica e irracional de la Patria y del patriotismo que sólo en la última década ha comenzado a revisarse aunque sin intervención de las autoridades educativas. Hoy el rito continúa pero como macchietta, pleno de indiferencia intelectual y emocional por parte de alumnos y docentes.

Si la fe en la Patria ha disminuido (por lo menos en esa concepción pa
ternalista) también la Fe religiosa lo ha hecho paralelamente, como lo prueba la agonía del canto en la misa de la Iglesia Católica, tanto como se han extinguido las procesiones en las que los fieles también cantaban.

Como sabemos y recordamos, los cantos sagrados, guerreros y cívicos, todos cantos regimentados, han estado siempre impuestos verticalmente mediante didáctica de machaque, y así han llegado al presente, cargados de formalidades externas, acompañados de una inmensa oquedad en los corazones y las mentes de los asistentes, que en todo caso son meros participantes pasivos.


Tampoco las canciones populares y folclóricas son necesariamente frutos espontáneos y genuinos de la mentada libre creatividad popular, ya que a menudo han sido instituidos por tiranías, dictaduras y populismos, además de los omnipresentes mass media; aún -y sobre todo- en naciones supuestamente soberanas, donde en realidad el único soberano es el plato de lentejas, por más reflejos modernizantes por aquí y por allá para consumo de esclavos y clientes.

O sea que un pueblo que canta no siempre será un pueblo feliz, como sostenía San Agustín. Los esclavos de la antigüedad cantaban hasta cuando eran azotados en sus inhumanos trabajos.

A menudo -y mucho más actualmente- el canto, el baile y otras formas de la
expresividad en general han sido catárticos pero no liberadores o generadores de autoconciencia y autonomía personales, como resultado de metodologías de inducción colectiva por parte de quienes dan a la gente pan y circo, choripán y espectáculos, para que “estalle la alegría”.

¿Será por eso que el canto colectivo en público ya se ha perdido entre nosotros, siendo reemplazado por la mera escucha, mediada por la radio, el televisor, el CD o el DVD? ¿Será porque no somos felices? Si el canto personal es expresión de alegría, ¿será que nos faltan motivos para estar alegres tanto como estados de bien estar?

Recordemos que nuestros dolores colectivos suelen enmascararse tras aquellas inducciones de “alegría”, “emoción” y “fe” mediáticas, administrativas, protocolares y ritualizadas a que antes me referí. Entonces, ¿qué hacer con ellas sabiendo que además de ilegítimas son narcóticas, obligatorias y persuasivas?

Más aún, ¿qué deberían hacer los docentes en las escuelas y en las clases de música?: ¿ser fieles ejecutores de los designios oficiales? Si lo hicieran anularían el valor intrínseco de la dimensión expresiva de los seres humanos, y anularían la libertad que le es consustancial; ni más ni menos que lo que ha sucedido hasta ahora.

Una alternativa sería el rompimiento de cadenas, pero no com
o es habitual en el sistema educativo -para caer en el nihilismo conceptual-, sino para crear espacios de libertad creadora. Tarea educativa que, obviamente, no será administrativa, pasiva, ni gatopardista, y que requiere debates, fines, estudios y formas serios y profundos.

Pero esto último se relaciona con toda la realidad. He aquí, pues, por qué -pese a lo que generalmente se cree- el canto, la música, la danza, no son temas menores de la vida social y cultural.

Balance y proyección de la

representación de la Patria

Por Carlos Schulmaister

En Argentina, y en general en Hispanoamérica, la construcción del sentimiento y la representación de la patria tuvo gestación popular prácticamente desde los orígenes del poblamiento hispano, llegando a picos de entusiasta realización durante las décadas que duró la revolución continental de Mayo. Sin embargo, apenas concluida ésta, en las nuevas patrias se fue produciendo la desnaturalización de su verdadero significado, la distorsión de su simbolismo, especialmente su carácter popular y multicultural, y la desaparición de su fondo ético político.


Ello fue posible a través de los procesos de instrumentación y mistificación llevados a cabo por la incipiente oligarquía terrateniente, sietemesina que renunció a desarrollarse completamente como clase, y que eligió un atajo con miras a la consolidación del sistema político, económico y social que a través de su articulación privilegiada con los centros de poder mundial la tendría como beneficiaria excluyente de dicha relación.


No obstante, aquí como en casi todo el subcontinente fragmentado desde entonces, aquella anterior intuición de patria, es decir, de nación y pueblo unido, de pueblo en marcha hacia logros colectivos mayores en un marco de paz e igualdad social, tendrá esporádicas resurrecciones y luchas contra los proyectos de dominación, de explotación social y de entrega del patrimonio nacional. En todas partes surgieron profetas y caudillos malogrados que comprendieron la impostura que encierra la concepción oligárquica y paternalista de la patria, lo mismo que su astuta creación que es “el ser nacional” concebido como ente metafísico.


La siembra de la semilla en campo hostil no permite su crecimiento fuerte y rápido. El crecimiento de las verdades colectivas con las que se identificaran las mayorías populares, es decir, de la conciencia histórica, social y política popular, fue lento y doloroso, sin embargo, pese a la extraordinaria variedad y magnitud de medios y técnicas implementadas en su contra nunca pudieron ser definitivamente destruidas.


Así, poco a poco, en las patrias chicas sus pueblos comenzaron a enfrentar a los modelos semicoloniales. En esa vertiente resucitó por momentos la utopía de la patria grande acompañada de disímiles procesos de impugnación a las falsas versiones historiográficas oficiales de cada país. La conciencia nacional y popular llevó a los pueblos a intentar construir formas sociales más justas e igualitarias y en esos duros trabajos los símbolos viejos fueron resignificados, no destruidos. Pero como la mayoría de los sucesivos intentos fracasaron, la recolonización cultural, económica y política los atrapó nuevamente sometiéndolos a un proceso mundial de creciente descapitalización material y espiritual, y consiguientemente de sus soberanías.


En este contexto, la patria, tal como ha sido oficialmente considerada y enseñada con didáctica de catecismo por la historia oficial, y por las misas sin fe representadas por la liturgia vacía de los actos patrios escolares, es hoy una noción reificada, con un falso sentido congelado en el tiempo.
¿Qué duda cabe que ni aquel viejo “nacionalismo escolar” cuidadosamente diseñado e implementado por el Consejo Nacional de Educación a partir de 1880, ni la exaltación de los símbolos patrios, ni los actos patrios de la escuela argentina, ni el servicio militar obligatorio convirtieron a las numerosas generaciones de argentinos de los últimos cien años en el reaseguro para la consecución del demorado destino soñado? Más allá del constante anuncio en los sucesivos discursos del poder oligárquico de su inminente realización, lo incontrastable es que ni la unidad de los argentinos ni tampoco una de sus parcialidades ha logrado convertir en efectiva realidad los sueños y las utopías colectivas heredadas y continuadas a lo largo de las generaciones.
La mayoría de los argentinos han pasado por la escuela pública y por el servicio militar obligatorio, instituciones ambas que debían formarnos en el patriotismo, pese a lo cual el secular “desencuentro” entre los hermanos no sólo no se revirtió sino que se consolidó reproduciendo nuestras contradicciones estructurales en lo político, económico, social y cultural.


Precisamente hoy, en el marco de la globalización, los mitos de antaño a los que iba asociada la idea de patria desde el Poder, ya están muertos y por eso el “culto a la patria” ha devenido en necrolatría.


Hasta ahora los actos patrios han sido, dentro del establishment, celebraciones del cumpleaños o conmemoraciones de la muerte de algunos muertos ilustres, con una liturgia otrora muy rigurosa pero actualmente en vías de extinción. Pero por ese medio los nobles fantasmas no se enteran ni se presentan, ni obran beneficios para nosotros, ni renace la patria, y lo que es más importante todavía: no se vivifica el patriotismo en su verdadero sentido, es decir, como relación de amor al prójimo (o sea, al próximo) y compromiso de acción de cara al presente y al futuro; y no como mera adhesión a una u otra vertiente política y social de la historia o de la historiografía argentina.


Aquella vieja representación de la patria de los orígenes, simbolizada en los sectores sociales bajos y mayoritarios, con sus notas de unidad nacional y popular, portadores de sueños, de ideales, de abnegación, de solidaridad, de espíritu de lucha y de sacrificio, esa patria auténtica sin doblez, la mataron una y mil veces en el corazón y en la memoria de los argentinos, y de los latinoamericanos, y cada vez que renacía la volvían a matar.


¿Ha muerto la patria? Ni ha muerto ni sigue viva. No se trata de que la “patria ya no es lo que era” sino que lo que se ha dado en llamar patria con carácter oficial no es lo que debió haber sido para alcanzar la felicidad de los argentinos en su conjunto. La verdadera patria argentina está soterrada, en estado vegetativo, esperando nuevamente asomar a la luz para alcanzar la plenitud. Por eso la patria sigue siendo algo a crear, pues no renace por sí sola si no cae en tierra fértil y se le prodigan amorosos cuidados. Y como toda creación, es algo nuevo que nos está aguardando a los contemporáneos de todas las edades. Por lo tanto hay que volver a crear la patria, y no “refundarla”, por el riesgo asociado y tentador de relanzar la anterior, y porque huele mucho a “restauración”.


La opción no es crear otra patria mística para representar a los pobres o a una nación de pobres. Esa es una nueva versión del mismo círculo tramposo de la idea de patria como dogma indiscutible que requiere y sólo permite patriotas pasivos intelectualmente pero con las manos crispadas. Y menos aun restaurar la patria oligárquica. La patria no se restaura; sólo se restauran las cosas viejas que aun restauradas siguen siendo viejas. Tampoco se la adora como algo divino. Se la construye comunitariamente desde el trabajo creativo y el esfuerzo justamente remunerado, se la ama desde la solidaridad, se la cuida desde la responsabilidad, se la defiende desde la participación, se la vive en plenitud desde la justicia, la libertad y la igualdad, se la disfruta desde la paz y se la mantiene siempre nueva y joven desde las utopías del corazón y el cerebro.


A un lustro del Bicentenario vemos que argentinos y latinoamericanos llevamos un atraso de dos siglos en la construcción de aquel anhelado, posible, y hasta hoy incierto sueño compartido de grandeza inicial. Por eso debemos volver a crear la patria. Una patria nueva para todos y en la que todos nos reflejemos, y no sólo las dos parcialidades clásicas ni otras eventuales o nuevas; en el presente y de cara al porvenir, donde la memoria no sea lastre ni restauración de ninguna vertiente, ni una nueva apuesta a la cultura de la muerte. Una patria nueva en cada patria chica y todas juntas en una patria nueva indoamericana y ésta proyectada con sentido universalista en el mundo.

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