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Friday, May 26, 2006

El Código de los medios

EL CÓDIGO DE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN
(de G. Orwell a A. Huxley)
Por Freddy Quezada
El Código de Da Vinci, es una novela de prosa plana, para leerse en los retretes y en no más de tres visitas. Es de consumir y tirar, para preguntarnos después de la marea publicitaria del mundial de Alemania, si Dan Brown fue algún rival de Ricardo Mayorga o banca de algún equipo anglo, y que, como película, no es más que un cruce entre el film Tesoro Perdido (donde Nicolás Cage es un Tom Hanks, con cara de jocote; la Biblia, es la Constitución de EEUU, e Isaac Newton es Benjamín Franklin y en ambas, las mismas cadenas de códigos aburridos para llegar al final) y El Alquimista de Paulo Coelho, esa vulgarización light de la sabiduría “oriental”, que nos dice que somos el secreto que buscamos sin enterarnos, como la pobre Audry Tatou, con ese rostro que imaginaba el Marqués de Sade en sus servidoras libertinas, cuando las obligaba a disfrazarse de monjitas.

Lo que me interesa aquí no es la película de marras, sino la rivalidad entre los medios de comunicación y la Iglesia, con cada película que, a la defensiva por parte de las autoridades eclesiásticas, siempre la convierten en un escándalo más grande que el anterior, como sucedió con Jesucristo Superstar, La Última Tentación de Cristo y la Pasión del mismo señor que no conozco, conste, pero respeto mucho.


Es de notar que cuando los medios audiovisuales le dedican energía, recursos y publicidad a temas políticos, como la misma película de Tesoro Perdido, basada sobre la Constitución de los EEUU, versión laica de un texto sacro, nadie se escandaliza. Porque la política ha a aprendido a navegar humillada por los medios, o el caso de las películas de Michael Moore, (Fahrenheit 9/11, por ejemplo) la polémica no es tan grande o lo es, pero no asustan a nadie. Y ya sabemos que el tipo de películas exitosas son aquellas que cargan el mayor número de efectos especiales y cubren a todo el planeta. Estas ni son políticas ni son religiosas. Son los medios triunfantes en sí mismos autocelebrándose.

Tres son las instituciones que han logrado reunir crédito y consenso, al menos desde el feudalismo europeo y la colonización en los países subalternos, de parte de los creyentes, masas u opinión pública: a) las iglesias cristianas, sus autoridades y sus textos canónigos; b) los partidos y la política como ciencia y arte y c) ahora los medios de comunicación. El Reino de Dios, la Historia y el Derecho de la Opinión Pública. Ninguno de ellos sabe que buscar la felicidad, por el deber (divino, formal o histórico) o por el placer (presente y puro), es el primer modo de perderla. La lucidez de esto, significa encontrar, sin buscarlo, ese poder autodisolvente que muchos persiguen.

Todos han disputado y obtenido de la gente, la credibilidad, legitimidad, poder de convocatoria, autoridad de juicios y consensos, sobre los más variados aspectos de la vida humana y divina que convierten en discursos y promesas y donde todos se presentan como salvadores, intérpretes y jueces de los mortales. Su éxito, empero, sólo lo consiguen a costa de luchar y posteriormente subordinar a su rival. Así, la política sustituyó a las iglesias, como, a su vez, esta fue derrotada por los medios de comunicación. Detrás de cada eslabón está un poder y una cosmovisión oral (premoderna y sagrada), escrita (moderna y con una Ley) y audiovisual (postmoderna y lúdica) donde la anterior es subsumida, no sin rebeldías y estrategias de resistencias, por la superior. Se establece una cadena invertida donde las últimas encierran en su vientre a las más ricas. La técnica, así, es hija y a la vez carcelera de la ciencia, como ésta de la filosofía, a su vez, tributaria de la religión y ella de la sabiduría original.

Unos se han derrotado a otros, en medidas que pueden ser calculadas según los grados de resistencia al dominante de turno y control de recursos propios que posean. Así, de las iglesias, sólo la iglesia electrónica ha sido vencida y servidora del poder de los medios de comunicación, mientras los políticos se pasaron con todo y equipo del lado de ellos, hasta el grado que “político que no sale en televisión, es político muerto”.

Las iglesias mayores, han presentado resistencia (aunque sabemos que algunas cuentan con estaciones radiales, televisoras y periódicos propios) pero su fuerza le llega de las redes que tejen los fieles alrededor de los púlpitos y la reproducción del ritual sobre la base de dogmas férreos. El poder de los medios efectúa asaltos cada vez más agresivos a estas audiencias de fieles que se resisten a dejarse imponer su agenda y visiones. La guerra de seguro terminará a favor de los medios, pero la iglesia en cuestión de adaptarse a los más fuertes que ella, es maestra. En efecto, se ufana de ver pasar nuestro entierro. Ahora los medios creen que verán el de ella.

No es una película de contenido religioso cuestionador, lo que está detrás de todo esto, ni tampoco una suerte de plan perverso de todos los medios para acabar con la iglesia, como sostienen los neocons o para liberarnos de ella, como lo sospechan los neosocialistas. Lo que está detrás, a mi juicio, y seguirán más películas, es la persecución de los medios de comunicación en general, y de los audiovisuales en particular, de imponer su cosmovisión y arrebatar credos de las audiencias cautivas, en lo que de más profundo y aunténtico tienen: su fe. Pero con el propósito de convertirla en otra: la mediática. No importa quién tenga la razón, si creyentes de viejo, nuevo tipo o agnósticos y ateos irredentos. Juzgar negativa o positivamente este tipo de películas de descarte, me incluyo como mordedor de este anzuelo, es en sí mismo un triunfo. El medio, damas y caballeros, ya ha sido dicho, es el mensaje. El medio audiovisual ha triunfado, arrastrando a los demás medios detrás de él, y es lo que importa

Por cierto que unos medios llaman a otros, generando una bola de nieve que va desde la publicidad costosa de libros/películas, hasta reseñas de expertos en programas de televisión para la ocasión y debates tanto superficiales como profundos, en los periódicos, donde habría que incluir este mismo que se está leyendo, para demostrar por autorreferencia, el fenómeno.


Neil Postman, un alegre autor norteamericano, hace muchos años, predijo que el mundo se parecería, cada vez menos, a esa gran novela de George Orwell, 1984, en la cual se creía que un Hermano Mayor velaría por todos nosotros, desde un panóptico (como el que Bentham y Foucault imaginaron) para controlarnos, vigilarnos y seducirnos desde un gran ojo único y, en cambio, se parecería cada vez más, a Mundo Feliz, esa novela de Aldous Huxley, en la que los ojos, serían los millones de televisores del planeta y salas de cine, en los que creeríamos reflejarnos, con una especie de indiferencia obscena y placer ardiente, como el de las falsas hermanitas de Sade.

Vaya época que vivimos, donde hay que sospechar detrás de todo, como en los tiempones estructuralistas, un código oculto. No serán signos de ese espíritu el que, como Dan Brown con La Última Cena, un cantante italiano esté empezando a descubrir el secreto mejor guardado de la historia (aparte: que las mexicanas tienen bigotes y las brasileñas ¡horror!, barba) y que ningún hombre sobre la Tierra sepa... que se afeitan tres veces al día.

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