Una crítica filosófica al método
científico de conocimiento
Por
César Bacale
Doy fe que no me queda absolutamente ninguna razón
racional para creer que mi situación (y la de millones de personas como yo)
tenga arreglo. Es decir, doy fe de que sólo me queda la fe, y de que si aún me
muevo, en lo que me muevo, me muevo por
fe. Me muevo en un lugar de misterio, donde la fe no tiene absolutamente más
objeto que sí misma. La fe es creer sin objeto, y desde aquí nada tiene que ver
con ningún tipo de creencia. Ni tampoco con ningún tipo de esperanza concreta.
La esperanza tampoco tiene objeto. Uno espera, no sabe a qué, pero espera.
Queda cada vez
más clara la imposibilidad de que
la solución a esta crisis individual y colectiva pueda hacerse desde el
mismo lugar que la originó, es decir, una consciencia racional que funciona con
un método exclusivo o excluyente de no- contradicción. Esto es válido tanto
para las crisis internas como externas.
Cuando ni A ni no A tienen la clave del problema, es
necesario pasar a la siguiente fase del tetralema: A y no A. Solo por la
inclusión sincrónica, no alternada y cíclica,
de A y no A, es posible llegar a soluciones integradoras de situaciones
paradójicas imposibles de solucionar excluyendo cualquiera de sus términos.
Es decir, que o avanzamos a un territorio nuevo de
inclusión, después de más de 2000 años de pensamiento filosófico y científico
basado en el criterio de verdades axiomáticas
que se dan por sentado porque siguen un criterio de no-contradicción, y
de silogismo, o nos van a dar candela.
Fue el tremendo pensador francés Jaques
Derrida, el que más claramente puso en
jaque el criterio de identidad como algo que ha de ser siempre y en todo punto
idéntico a sí mismo. Y el que demostró la lacra de un pensamiento que durante más
de 2000 años ha seguido un criterio
aristotélico en el que nada puede ser y
no ser al mismo tiempo. Esta verdad lógica,
que ha dado lugar a casi todas las ciencias que conocemos, hace aguas cuando la llevamos o la ponemos a
prueba en la contradicción a la que
continuamente nos arroja la existencia, y que ya quisieron rescatar las
primeras corrientes existencialistas.
Conceptualmente, el principio de la no-contradicción
fue superado y completado por los escépticos, que ya predicaban que era
imposible afirmar ninguna verdad sin afirmar al mismo tiempo su contrario.
Esto, llevado a sus últimas
consecuencias, lleva a una suspensión de todo juicio (ataraxia), que es la última
verdad filosófica.
Es decir, el tetralema, que es la máxima expresión de un
sistema lógico que sí es capaz de incluir no solo la contradicción, sino
superarla en un criterio inclusivo y trascendente, ya se perfilaba en los
escritos de Pirrón y Sexto Empírico, para encontrarlo ya desarrollado en toda
su profundidad y extensión filosófica en el filósofo indio Nagarjuna, que lo
utilizó para echar por tierra sin dejar en ningún momento de utilizar la lógica,
las teorías idealistas y nihilistas que empezaban a contaminar el espíritu
inicial y científico (es decir, experimental) del primer budismo. Nagarjuna
expone magistralmente con este fin todo el desarrollo lógico del tetralema en
el Mūlamadhyamaka-kārikā, (versos o fundamentos de la vía media, o del camino
de en medio). Tetralema: 1) Es; 2) no es; 3) es y no es; 4) ni es ni no es.
Sin embargo, a pesar de nuestra sólida herencia
escéptica, la filosofía occidental desterró sus propias formas de incluir y
superar la contradicción lógica, escindiendo su vocación metafísica (lo cual
incluye la vocación ontológica) de su
vocación epistemológica. Todo porque en algún momento el nivel del logos naciente o emergente dio por
sentado que nada podía ser y no ser al mismo tiempo. De esta lógica se concluye
algo que, a los que estamos
acostumbrados a la terminología junguiana,
no se nos puede pasar por alto: que la sombra de lo que llamamos ser (el
no-ser, o lo que necesariamente no es lo anterior o es otra cosa) pasa a un
lugar inconsciente al no poder ser reconocido.
Es decir, que si la metafísica
hablaba del ser, el no ser pasaba a ser una fenomenología de la ilusión y de lo
aparente manifestado en las formas cambiantes del mundo sensible, y que
si, por el contrario, el ser pasa a
ser solo lo demostrable y experimentable
a través de la estructura y los programas de nuestros órganos perceptivos y
cognitivos, el no ser necesariamente pasa a ser algo indeterminado que no puede
conocerse, y que no nos atañe. Una difusa metafísica desterrada de todo método científico riguroso. Así, es fácil
darse cuenta de hasta qué punto el divorcio entre metafísica y ciencia es
producto directo de la lógica de la no contradicción. Y cualquier aproximación que excluya la
otra, es por sí misma una reducción de
las posibilidades del ser, que implican,
lógicamente, sus posibilidades
de no ser.
Los escépticos lo sabían, pero su mensaje es tan
devastador para el impulso egoico de hallar una verdad superior a las otras, o
una visión que explique mejor que otra el mundo, que fueron olvidados. Desde
entonces, todo en la filosofía ha sido una alternancia de estas aproximaciones
en las que el ser y el no ser de las cosas han ido alternativamente cambiando
de bando. Sin embargo, hasta más o menos Heidegger, y su tarea de pensar el
ser, no se perfiló una posibilidad real de incluir el ser y el no ser de las
cosas de una forma sincrónica y no excluyente.
Heidegger no lo dice explícitamente, pero el ser al que se refiere es un
ser no sólo que acepta y soporta la contradicción, sino que se manifiesta y
avanza a través de ella. La dialéctica hegeliana, y después, los revisionismos
de la izquierda posthegeliana, apuntan
todas a un lugar parecido, pero no
llegan a comprender que esta síntesis ha de llegar a un punto en el que suceda
de una forma sincrónica, y no diacrónica o alternante.
Después de Heidegger, y de la compulsión analítica y
estructuralista por destriparlo todo, y reducir el conocimiento del ser humano
a las condiciones estructurales o sistémicas que condicionan nuestra capacidad
de percibir y construir el mundo a través de determinados programas, no hay una
verdadera inclusión de estas posibilidades hasta el post-estructuralismo. Los
analistas se hacen, por voluntad propia, con su obsesión de analizar uno por
uno todos y cada uno de los predicados de la lengua como si realizaran operaciones
matemáticas, con el fin de comprobar su veracidad (veracidad según su propio
sistema, claro, del que no se duda porque es un sistema de conocimiento
universalizado) prisioneros y carceleros de su propio sistema y programa
conceptual, que se sigue basando en la lógica de la no- contradicción que
fundamenta los axiomas matemáticos.
Y los teóricos o los prácticos
estructuralistas, independientemente de sus ámbito o especialidad de actuación,
se siguen basando en las estructuras relacionales del lenguaje
preconizadas por F. Saussure, que
sencillamente desplazan la función de identidad del sujeto/objeto al sistema o
la estructura que les conforma. Es decir, siguen siendo, de algún modo,
analistas, y prisioneros de la misma forma de los axiomas lógicos del sistema o
estructura que emplean para conocer.
El
ser pasa en el estructuralismo del sujeto ideal o el objeto material a la
relación que les estructura. Por la misma razón, su no ser depende también de
esta estructura. Así que lo que pasa a ser indudable, o la identidad que
siempre es idéntica a sí misma, es, en el caso del estructuralismo, la estructura como condicionadora y dadora de
la identidad. No una estructura contextual dada, sino el mismo concepto de estructura como marco universal de relación
y conocimiento. Así pues, el estructuralismo se topa con la misma lacra de siempre, la imposibilidad de aceptar una
identidad más allá del marco de la estructura, e independiente de ella.
Los mismo podríamos inducir de la filosofía
analítica, de la fenomenología (exceptuando el trabajo de Heidegger, y de todos
los movimientos dialécticos, pero alternantes del ser y el no ser sincrónico y
simultáneo de una cosa) y de casi todas las filosofías existencialistas, que
acaban prisioneras en su propia noción o idea de existencia, dejando de ser una
filosofía práctica del devenir (que es ser y no ser simultáneamente) para convertirse en otro tipo de
ideología.
La noción de identidad como diferencia, como algo
que no es siempre necesariamente idéntico a sí mismo solo lo encontramos en
Derrida. Por supuesto, hay antecedentes, pero solo están perfilados: Heráclito,
Nietzsche, Kierkegaard, Levinas, desde distintos enfoques, rechazan un concepto
unívoco y no contradictorio de identidad.
La deconstrucción filosófica debe contemplarse en
este sentido, en la necesidad que tiene la filosofía de deconstruir todos sus
conceptos excluyentes y axiomáticos sobre la identidad, ya sea una identidad
metafísica, ontológica, epistemológica, axiomática, analítica, o estructural,
para aceptar la identidad, la vida
compleja e inclasificable del alma.
La necesidad de reconocer no sólo la alteridad y la
complejidad del ser, sino de todo ser, o todo ente, y de mi propia alteridad y complejidad
irreductible, no conlleva necesariamente un principio nihilista de auto-
destrucción del yo, sino de apertura y de inclusión, y por lo tanto, de
comprensión, de niveles hasta ahora excluidos desde un nivel de percepción más
amplio.
En los albores de este siglo, la tarea de la
filosofía debería, aunque cada vez está más perdida en visiones cada vez más
excluyentes, separadas y divididas del mundo,
enfocarse más hacia un trabajo
inclusivo o de inclusión de la tercera parte del tetralema. A y no A, Ser y no Ser en todos los ámbitos de
conocimiento. También, aunque para esto falten aun muchos más años, hacia un
territorio en el que las cosas no son ni A ni no A, y se muestran ni siendo ni
no siendo, ni uno ni lo otro.
En un neti-neti,
que es la vieja fórmula india para
expresar la epojé o suspensión de
juicio que tanto nos cuesta, pero que llevaba a la ataraxia o felicidad, que es (aunque ha dejado de ser) el alma
misma de la filosofía.