ULITEO LA PAGINA DE "NADIE" (ULISES) Y DE "TODOS" (PROTEO)

Monday, September 16, 2013


HEIDEGGER Y EL PENSAMIENTO ORIENTAL
(Conclusiones)

Tesis doctoral por la Universidad de Granada por Antonio Martín Morillas



Hemos efectuado en esta investigación un largo recorrido. Partimos del viraje de Heidegger del Dasein al Seyn para concentrar nuestra atención en el pensamiento de su segunda etapa. Esbozamos después los principales datos a los que hemos tenido acceso acerca de su encuentro y diálogo con el mundo oriental. Presentamos a continuación determinadas fuentes fundacionales del taoísmo chino y el budismo mahayana, las dos corrientes filosóficas que Heidegger mejor conoció. Así lo hicimos en los capítulos 2, 3 y 4 de este escrito.

Nos centramos seguidamente en el estudio de cinco temas fundamentales del segundo Heidegger, elegidos por imprescindibles, en los que el autor desarrolla diversos ángulos de su meditación sobre la nada. Rastreamos esos mismos temas desde la perspectiva del vacío a través de los escritos taoístas y mahayanas seleccionados. Enfocamos en primer lugar el tema heideggeriano del acontecimiento propiciante, como puerta de entrada a los demás temas acotados del segundo Heidegger, y vimos las nociones taoísta de Tao y mahayana de Dharma, contrastándolos entre sí. Sobre esa base, lo mismo hicimos con los temas de la diferencia ontológica, el claro, el silencio y la serenidad. A lo largo de todo el proceso, tuvimos la mira puesta en el debate sobre la influencia directa, según unos intérpretes, o la similitud (correspondencia, paralelismo), según otros, de Oriente con Heidegger. No satisfaciéndonos ninguna de las dos posiciones más extendidas, optamos por estudiar la hipótesis de una cercanía y convergencia internas, temáticas y metodológicas, entre el segundo Heidegger y el pensamiento oriental. Llegados a este punto, podemos concluir, sabiendo que se trata aquí de una investigación abierta, que no es cierto que Heidegger se dejara influir sin más por ciertas escuelas filosóficas orientales (y menos por la vía del plagio), sino que, más bien, alimentó su pensamiento original abriéndose a repensar lo originario tanto de Oriente como de Occidente, y que, justo por ello, no es válida tampoco la interpretación que sólo aprecia un parecido formal externo y casual entre Heidegger y Oriente. Aunque no nos atrevemos a aventurar una tesis definitiva a este respecto, sí que proponemos la tesis probabilista de una convergencia interna no azarística entre ambos.

El segundo Heidegger y Oriente, desde su originalidad propia, comparten una misma actitud ante la filosofía en general, en la que se adopta una postura firmemente crítica ante las diversas formas de sustancialismo, esencialismo, cosismo, dualismo, humanismo, subjetivismo, representacionismo, intelectualismo, logicismo, cientificismo y moralismo. Se niegan a sólo contemplar el mundo como un universo de esencias y sustancias fijas, con el hombre en el centro en cuanto que fundamento y sentido autónomo del mismo, cognoscible como un objeto de representación para un sujeto racional que se afirma como agente justificándose por medio de éticas teleológicas, deontológicas o axiológicas.

Así, en el capítulo 5 vimos cómo las nociones de acontecimiento propiciante, Tao y Dharma remiten a una realidad última que no es una sustancia ni una esencia, sino que se esencia, engendra u origina con un dinamismo transformador y fontanal que deja fuera de juego a toda posición fijista. Para acercarse a ese ámbito, es imprescindible trascender más allá del hombre y sus representaciones conceptuales, de la escisión entre sujeto y objeto y de la referencia a lo ente. La proximidad a la realidad originaria proporciona la experiencia de la maravilla del “que es”, del carácter irrepetible, único y singular de con el que lo originario acoge y favorece a cada forma de existencia. La realidad última y originaria es misterio, una realidad en sí oculta. Pero justo esa realidad  escondida y misteriosa opera con inagotable plenitud y abundancia por encima de la contingencia de sus manifestaciones. Es lo máximamente vivo y contiene la semilla de todas las transformaciones fenoménicas por ella impulsadas, conjugando la infinitud de su inagotabilidad con la finitud de su manifestarse. En lo originario prima su unidad e identidad. Pero es ésta una identidad no monolítica, sino en devenir, marcada por la imbricación de la copertenencia entre hombre y ser (o mundo fenoménico, en Oriente) y la conciliación de la duplicidad de ser (o mundo fenoménico) y ente. Esa identidad originaria, oculta y transformadora está expuesta siempre al olvido. Su olvido se traduce en una filosofía errónea (la metafísica) y un mundo en decadencia, que exigen del hombre un paso atrás, un retroceso para tomar impulso hacia un nuevo inicio del pensar y del habitar del hombre. Ese inicio es en sí un regreso, una novedosa repetición de lo originario. Se efectúa, pues, a lo largo de un camino, abierto él mismo por la realidad originaria (acontecimiento, Tao o Dharma), cuya consumación provoca una nueva percepción del ser, el ente y el hombre. Pero el camino es en verdad un salto al abismo, necesario para revertirse hacia lo originario en su ocultación y misterio.

Lo inicial que fundamenta es un no-fundamento que se sustrae. Por ello, el hombre ha de dejar el ser fundamento, requerido por el abismo imponente de lo originario, al que pertenece. Éste se apropia del hombre y lo lleva a su propiedad trascendiéndose, se apropia y lleva a su propiedad al tiempo y al ser (al mundo temporal impermanente) cooriginándolos. Su apropiación de hombre y mundo se corresponde con la desapropiación de su retirada y con la reapropiación con la que retorna a sí mismo y recupera al hombre y al mundo para sí. Además, en el acontecimiento propiciante, el Tao y el Dharma se da un constante juego de presencias y de ausencias, con presencia de la ausencia y ausencia de la presencia. Destinándose al mundo, los tres se dan y a la vez se niegan al hombre. No existe un universo de sólo presencias. La presencia no se entiende sin el aparecer y el ausentarse. No sólo lo presente atañe al hombre, sino también lo que está ausente. De hecho, la nada de la plenitud originaria se manifiesta en su rehusamiento, en su denegación y reserva.

La retirada es lo que otorga espacio para cualquier apertura manifestativa. Lo sobreabundante se contiene para destinar el ser y extender el tiempo. Oculta su luminosidad manifestadora e ilumina lo manifestado ocultándose. La doble cara de la iluminación y ocultación originarias abren, así, el espacio y el tiempo del mundo y su historia. Por su nada, la realidad originaria es completamente extraña al hombre. Por su originariedad misma, empero, es la cercanía e intimidad máxima, que pasa inadvertida. La nada de su misteriosa ocultación y la cercanía de su no advertida iluminación exigen del hombre paciencia durante el camino, valor para el abismo y arraigo en la pertenencia al misterio. De cualquier modo, la realidad última es indefinible e inefable para el pensamiento humano, aunque le lanza señales desde lo oculto. El hombre ha de trascenderse, meditando, para ponerse a la espera de su manifestación. Tal manifestación es siempre una donación de mundo, de la apertura de cielo y tierra, espacio y tiempo, tiempo y ser. El darse de lo originario alumbra como destinación, como un destino que abre épocas históricas, ciclos de mutaciones, eones del universo, si bien nunca de manera lineal sino por emulsiones. Es la ley del universo, de la historia y de la existencia, de la que el hombre ha de ser guardián y pastor para salir del error de su manipulación del mundo.

En el capítulo 6 se pudo vislumbrar que, en la cuestión de la relación entre la diferencia ontológica en Heidegger, la diferenciación entre Tao y cosas en el taoísmo y la distinción entre el Dharma y los dharmas en el mahayana, Heidegger y Oriente apuntan a una diferencia no formal sino real entre la verdad y realidad última y los fenómenos y entes particulares en la que se respeta en todo momento, contra el cosismo  y el dualismo, su unidad y copertenencia recíproca. En los tres casos se da un olvido y velamiento de esas diferencias que guardan relación con la ocultación de lo originario. Los tres contemplan la trascendencia del hombre como fundada en la trascendencia de lo originario sobreabundante. De hecho, la plenitud original rebosa hacia los entes o cosas del mundo. El acontecimiento del ser, el Tao y el Dharma se manifiestan en el aparecer y desaparecer de los entes. Mientras que los primeros iluminan y traen a la presencia a los segundos, éstos se acogen y cobijan en la presencia traída por aquéllos. Las tres formas de diferencia se re-suelven, concilian y armonizan en lo Mismo. Las cosas relumbran en el mundo y el mundo es el destellar de la cuaternidad, de la vastedad de cielo y tierra o de la talidad, según el caso, donde impera la unidad primordial y la mutua pertenencia de todas las cosas entre sí y entre todas las cosas y el mundo. El mundo y las cosas, siendo diferentes, se atraviesan y remiten recíprocamente. El mundo protege y favorece a las cosas y las cosas dan forma al mundo. En lo abierto por la brecha de los dos polos de la diferencia, el mundo se cubre de luz y las cosas irradian.

Así, acontecimiento propiciante, Tao y Dharma son lo indeterminado que determina la unidad duple de ser y entes, mundo y seres, talidad y dharmas. La nada o el vacío como lo no-ente (no-cosa, no-dharma) coincide, además, con el ser de lo ente (lo cósico, lo dhármico). Ni la unidad de ser y nada ni la copertenencia de tiempo y ser (ciclos del manifestar, aparecer temporal dependiente) propias de lo originario son en sí nada ente, sino lo que deja manifestarse a lo ente. Son donadoras y destinadoras de lo ente que se ocultan en los entes por ellas donados y destinados en transformaciones epocales o cíclicas.

En el capítulo 7 se apreció cómo las nociones heideggeriana de claro, taoísta de vacío y mahayana de vacuidad se desmarcan radicalmente también del sustancialismo, el esencialismo y del dualismo, pero sobre todo del humanismo antropocéntrico. En todas ellas, la pregunta por la verdad trascendental es la pregunta por la aperturidad o la vacuidad luminosas. La desocultación del ser, manifestación del Tao y aparecer del Dharma se piensan en términos de luminosidad y diafanidad, de claridad y transparencia en las que lo oculto entra y sale en lo abierto para la presencia. Lo abierto está vacío y el vacío es apertura. La apertura de la vacuidad es siempre anterior al representar objetual y constituye el espacio de todo encuentro y comportamiento. El hombre existe en el interior de lo abierto, iluminado y vacío. Antes que representar y manipular cosas, el hombre debe retroceder ante ellas para dejar ser a la vacuidad abierta. Si la razón humana puede aprehender la verdad de los entes es porque ese ámbito está ya siempre iluminado previamente. Esta iluminación no depende de la aprehensión humana, sino a la inversa. Además, lo que se manifiesta a la luz de lo abierto y vacío siempre lleva tras sí la nada del fondo de lo que no se muestra. La manifestación es un ocultarse de lo originario para alumbrar y dejar abierto a lo originado.

La nada del vacío para el manifestarse no es mera y despreciable vanidad, sino vacuidad en el sentido de fuente inextinguible de manifestaciones o apariciones. Toda existencia se desarrolla siempre en el interior de la iluminación de la vacuidad. Pero la verdad de lo originario no es sólo foco o matriz de iluminación sino también de anulación. La anulación de lo ente que se genera con la experiencia (en la angustia, en la meditación) de la nada o el vacío produce un vaciado completo de la referencia del hombre a las cosas que le libera para la trascendencia hacia la realidad original, que lo sitúa dentro de la apertura de la vacuidad. En cualquier caso, la verdad de la iluminación de la vacuidad está allende todos los entes iluminados, que sólo por ella pueden iluminarse. Y el mundo es lo abierto e iluminado en el seno de la vacuidad original.

El hombre lleva una existencia caída por su olvido de la vacuidad. Se apega a las cosas y se extravía en lo público.

Cuanto más confía en la racionalidad y la técnica, más se aleja del favor de lo originario. La existencia verdadera es, pues, la que se sostiene en el vacío o la nada. El hombre existe lanzado hacia más allá de sí mismo, hacia la vacuidad, por la vacuidad misma. La vacuidad es la verdadera morada del hombre, a la que está llamado a atender. La claridad del claro, el vacío del Tao y la vacuidad del Dharma son origen del estar abierto del hombre a la verdad última y de su ser iluminado por ella, pero poseen la dimensión de negatividad de su sustracción y ocultación. Lo elusivo de ellos es la retirada mediante la que abren espacio libre para el manifestarse. Todo lo que se manifiesta viene determinado por los cambios de presencias y ausencias de lo que ingresa o sale de la vacuidad iluminada.

En su interior, la manifestación es siempre finita o impermanente. La vacuidad es un centro trasparente en cuya claridad las cosas penetran y se retiran, aparecen y cesan. Ser, nada, claro y vacío son lo Mismo y sobreabundan desde un antagonismo primordial entre iluminación y ocultación, entre alumbramiento y desaparición. El claro y la vacuidad son, asimismo, la región de la copertenencia de hombre (pensar, sabiduría perfecta) y verdad última (ser como acontecimiento propiciante, Tao, Dharma). Hasta la diferencia ser-ente, Tao-cosas y Dharma-dharmas sólo es posible en el claro y la vacuidad, pues sólo ellos hacen posible la unidad en la duplicidad que caracteriza al sobrevenir o manifestarse de ser, Tao y Dharma y el advenir o aparecer de entes, cosas y dharmas. La re-solución o armonización de esa diferencia se despliega siempre en la dimensión del claro o de la vacuidad, donde la separación que la caracteriza se pone en referencia mutua. Es como la armonía de una rueda en la que ser y entes, Tao y cosas, Dharma y fenómenos giran sobre el eje del vacío. Despejando lo que estaba primordialmente obturado y cubierto, en fin, el claro aclara y la vacuidad se vacía: son esencialmente dinámicos. Permiten el vaciarse, como un jarro, de la plenitud última en el mundo. Abren también el camino para el pensar o la sabiduría perfecta, que versan propiamente sobre ellos. Son como lo abierto en la espesura del bosque. Misterio impenetrable ambos, sin ellos no hay claridad ni oscuridad, ser ni no-ser, verdad ni error.

En el capítulo 8 pudimos comprobar que el importante papel otorgado por el segundo Heidegger y Oriente al silencio en el surgimiento del lenguaje originario se apoya en una visión lenguaje, del hombre y del mundo que es intencionadamente ajena a los planteamientos intelectualistas, representacionistas y subjetivistas y que es crítica, entre otras cosas, con el primado de la lógica y del conocimiento científico. En principio, Heidegger y Oriente distinguen el lenguaje auténtico del inauténtico sobre la base de una relación originaria entre el silencio de la realidad última y la palabra humana. Ambos reconocen una oposición última entre el lenguaje como instrumento de la voluntad humana y el lenguaje que es escucha del lenguaje original. Por eso, aunque el verdadero sentido del lenguaje consiste en la manifestación de la verdad de la realidad última, en él también se muestra el errar humano. El escuchar meditativo es más primordial que el hablar o decir.

En los dos contextos, heideggeriano y oriental, la realidad última y su Palabra silenciosa es la morada original del hombre, según un vínculo de pertenencia y escucha del hombre a lo último y originario en el que la escucha nace del silencio en cuanto que callar del hombre. El silencio del hombre se sostiene a su vez en su correspondencia esencial a la interpelación de lo originario. El hombre se encuentra ya siempre en la Palabra manifestativa original. La Palabra no es sino su mismo esenciarse y manifestarse, cuyo mensaje le habla al hombre. Como lo originario es misterioso, el misterio es el origen del lenguaje. Lo originario es inefable por elusivo. Así, no puede haber palabra humana definitiva para la realidad última. La Palabra insonora original, siendo la fuente de toda significatividad, se sustrae ella misma. El lenguaje humano auténtico, por tanto, contiene necesariamente un elemento de renuncia. La escucha de la llamada de lo último, además, se funda en la paz y quietud de éste. Y en la escucha del hombre y la quietud original lo que impera es el silencio. De la atenta escucha fundada en el silencio nace la palabra humana, cuyo hablar inaugural es un nombrar en el sentido de invocar al mundo y a las cosas en la presencia.

El lenguaje auténtico es siempre un diálogo con lo último que nace del silencio y se desarrolla en el diálogo entre los hombres. El hombre está permanentemente en camino (de alejamiento o regreso) hacia la realidad originaria: la realidad originaria es el camino del hombre. El camino se recorre en el lenguaje, pero el lenguaje surge del silencio. El camino de lo último, aunque es experiencia dolorosa, apunta a un nuevo comienzo de la existencia. El hombre sólo puede trascender hacia la verdad última si vuelve a habitar en la cercanía de lo originario. Entonces, el lenguaje se convierte en expresión del encantamiento de lo fontanal, de la gracia encantadora con la que atrae y se entrega en su silencio. De ahí que el exceso de palabras sea un obstáculo para la escucha de la Palabra silenciosa original. El pensar o la sabiduría es la respuesta del hombre a esa Palabra. En el sendero del silencio, en la meditación, el hombre busca el nombre para lo que no tiene nombre, a la escucha y en la espera de la voz del silencio.

Es un sendero en el que todas las determinaciones y diferenciaciones conceptuales se subsumen en la unidad primordial y donde la objetualización del mundo, la primacía de versión hacia lo objético, se ve sobrepasada por la experiencia no objetual del Todo vivo. Merced a esa experiencia, el Todo y sus partes relumbra novedosamente y recobra su armonía perdida. Sobre todo, en Heidegger y en Oriente se da una identidad de fondo entre la convencionalidad de la palabra humana y la indeterminabilidad del silencio original, una unidad en la diferencia entre forma y vacío, así como un íntimo parentesco en la meditación entre el lenguaje del pensamiento y el lenguaje poético. Éstos han de instaurar la verdad de lo abierto entre el cielo y la tierra, lo humano y lo divino, dejándose tocar por la cercanía de las cosas. Deben hacer patente al ente en su verdad y manifestar el mensaje originario de la realidad última. De este modo, el lenguaje auténtico no es una esencia entre otras ni la formulación de un universo de esencias inherentes ligadas a la aprehensión representacional del sujeto autónomo, sino cauce de manifestación de la verdad original para un hombre que debe disponerse a dejársela decir por ella misma, lo cual exige toda una transformación del pensamiento. El lenguaje hace señas, es una señal de la propia realidad última. Pero, para recibir y transmitir el mensaje originaria, el hombre debe retener el propio decir. Lo dicho por el hombre en el lenguaje, además, jamás agota la Palabra original del acontecimiento propiciante, el Tao o el Dharma. Finalmente, en el silencio existe una unidad fundamental entre el vacío como verdad de las cosas, la forma-y-nombre de las cosas y la gracia del encantamiento. Detrás de las palabras y las cosas habla silenciosamente la gracia encantadora de lo originario, que, deslizándose lentamente con la ley suave de la naturaleza, pacifica al mundo y a las cosas y los mueve con sus cambios, resguardándose a la vez que prevaleciendo en ellos.

En el capítulo 9 vimos cómo las éticas heideggeriana de la serenidad, taoísta del no-actuar y mahayana del no-yo, además de apoyarse en el anti-sustancialismo esencialista, el anti-dualismo subjetivista y el anti-intelectualismo representacionista que las caracterizan, son éticas originarias que critican y trascienden las diferentes formas de moralismo dicotómico. Sobre la contraposición de fondo entre racionalidad calculadora y meditación, la paz y la serenidad germinan a lo largo del camino de la búsqueda del sentido escondido que impera en todo cuanto existe. Contra el desarraigo del hombre calculador, el meditador pretende arraigar en la realidad última, como la cercanía misma que es, para morar pacíficamente en el mundo. No hay ningún método concreto para ello, sólo pasos a lo largo del camino, una andadura en lo abierto entre el cielo y la tierra.

Éste es el camino hacia lo próximo y lo sencillo, el camino de campo, el sendero de lo natural, que suele pasar en su verdad inadvertido. Si el hombre normal aspira a acaparar y sistematizar conocimientos objetivos, el preguntarse de la meditación posee una vocación no objética que resulta del saberse cuestionado por la interpelación de la verdad de la realidad original. Meditar es señalar al camino y atender a las señales del camino. La meditación está obligada a pensar contra sí misma, porque tiene que trascender la conciencia del sujeto y abandonar el representar a fin de avanzar por el camino de regreso al hogar, del retorno al origen. La meditación es germen de la serenidad cuando es verdaderamente fiel a la ley imperceptible y oculta de la tierra, a la que todo obedece. Mientras que la voluntad impositiva del hombre abusa de la tierra sometiéndola a base de artificialidad, la serenidad es opción por el respeto para con lo que tiene un largo crecimiento. Acogiendo la bendición de la tierra, guardando el misterio del origen y velando por su inviolabilidad, la serenidad meditativa es la correspondencia genuina del hombre al juego especular de los reflejos del mundo. La meditación es una vigilia despierta que hace posible el paso atrás desde el representar a la experiencia de ese juego originario. Es un camino que enseña a contemplar en una sola consonancia la conjunción primordial de todas las mutaciones, la armonía única, silenciosa y suave que palpita en todo lo que existe. Es un camino de renuncia, que pone fin a la resistencia contra lo originario, al sometimiento a lo artificial y a la reducción de lo vivo en mera doctrina, cultura y erudición. Pero es, por encima de todo, un camino de renuncia a la volunta propia. Así, es a la vez trascendencia del intelecto y trascendencia de la voluntad. Más que actuando, la serenidad se alcanza esperando. Para ello hay que desatarse del apego a sí mismo y a las cosas para dejar abierta la puerta a la advenida misteriosa e indisponible de la verdad original. Condición fundamental de la serenidad es también el recogimiento, con sus dimensiones de pacificación y retención y su vínculo entre sufrimiento y contemplación. Como lo originario está recogido en la placidez de su quietud, así debe el hombre recogerse y retenerse para armonizarse con el Uno originario. Como el brillo del Uno refulge a través del sufrimiento del mundo, así la contemplación meditativa soporta el dolor del mundo consintiéndolo. Completamente más allá de toda dicotomización moralista en términos de bondad-maldad, virtud-vicio, justicia-injusticia o sacralidad-profanidad, las éticas originarias de la serenidad, del no actuar y del no-yo, que recomiendan desapegarse de las cosas para hacer experiencia del misterio, requieren contener el comportamiento y perseverar en el camino de la meditación hasta apreciar en su profundidad la sobreabundancia de lo misterioso omnipresente, que todo lo pacifica con su tierna irradiación.

Podemos concluir, en definitiva, que la visión heideggeriana de la nada y oriental del vacío mantienen una innegable cercanía temática y de posibilidades proyectivas cuando se las analiza e interpreta a la luz de su mutua exposición en sus temas más fundamentales. El acontecimiento propiciante, el Tao y el Dharma son nociones distintas, pero convergen. La diferencia ontológica en Heidegger, la diferenciación taoísta entre Tao y cosas y la distinción mahayana entre Dharma y dharmas no son iguales, pero son convergentes. El claro del segundo Heidegger, el vacío taoísta y la vacuidad del mahayana poseen notas diversas, pero convergen.

Las  interpretaciones heideggeriana, taoísta y mahayana del lenguaje y del silencio varían en aspectos singulares, pero son convergentes. Y la serenidad del segundo Heidegger, el no-actuar del taoísmo y el no-yo y no-mente mahayanas difieren en sus énfasis y matices, pero convergen.

Tras nuestro estudio, estamos convencidos de que el encuentro de Heidegger con el pensamiento oriental, suficientemente certificado por los investigadores, no se deja interpretar como una absorción de su evolución filosófica por parte de la cultura oriental.
Nada indica que se den elementos concluyentes para sostener la tesis de la influencia directa. Por otro lado, sí que existen numerosos aspectos que desbordan la interpretación de dicho encuentro en términos de simple similitud, correlación, paralelismo o correspondencia más o menos casual o ad hoc. Creemos que Oriente tocó verdaderamente a Heidegger, que estimuló su pensamiento, de manera cada vez más clara en su última obra, porque su reflexión filosófica ya estaba orientada hacia los mismos polos que habían atraído y dado que pensar a los pensadores orientales. La relación entre Heidegger y el pensamiento asiático es una relación de diálogo fructífero porque la inercia de su movimiento interno, la potencia y alcance de sus aportaciones, la originalidad de sus puntos de partida y la importancia de sus implicaciones son realmente convergentes. Entre la influencia y la correspondencia, por tanto, nosotros proponemos el “camino intermedio” de la convergencia.

Pensamos también que la afirmación de un encuentro de líneas convergentes entre Heidegger y Extremo Oriente significa algo importante a considerar y donde abundar para el pensador de hoy. Más allá de la mayor o menor novedad y sorpresa de conocer que uno de los filósofos más originales de la filosofía occidental reciente se interesó de manera profunda y sostenida por las principales ideas filosóficas orientales, Heidegger abrió un camino que nos invita a ser recorrido por nosotros, avanzando aún más lejos y animando a otros a que lleguen más allá. Nunca como hoy en día se ha sido tan consciente de la necesidad, acaso crucial para las generaciones futuras, de un diálogo de altura y a todos los niveles entre las diversas culturas del globo, con Oriente y Occidente a la cabeza.

En ese diálogo deben participar señaladamente los filósofos, primero concienciando de su necesidad y posibilidad, segundo diseñando enfoques metodológicos y estableciendo plataformas para el diálogo, después y siempre aprendiendo del otro. En este punto, Heidegger suma a sus muchos méritos como intelectual de gran nivel el poder ser considerado en justicia un verdadero pionero en este campo. De su intento podemos aprender muchas cosas, pero, por encima de todo, podemos renovarlo trabajando juntos en abrir horizontes para el pensamiento y para los pueblos. Tal vez así la filosofía del futuro, aprovechándose de la riqueza mutua de las trayectorias pensantes de la historia de Oriente y Occidente, pueda ir desarrollando una contribución relevante al entendimiento entre las culturas del mundo. Y quizás entonces pueda resonar para todos nosotros “aquello que canta desde una misma fuente”.


Tesis completa de “La nada en el segundo Heidegger y el vacío en Oriente. Hermenéutica contrastativa” en http://hera.ugr.es/tesisugr/16760268.pdf

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