A grandes líneas, esta obra tiene, a mi juicio, dos grandes conjuntos.
A) un esfuerzo, a veces con mucha prisa, por presentar una continuidad de las tradiciones de algunos pueblos originarios de alta cultura de América (nuestroamericanos, como le llama el autor, siguiendo a José Martí) alrededor del concepto de cambio en ellas (Pachacuti, Katún).
B) Otra línea, que parte del papel bisagra de Sandino como pensador, fuera de su clásico papel de hombre de acción, y que el autor lo encadena al desarrollo del FSLN como partido en sus dos etapas (como reza el subtítulo de la obra).
Del segundo corte, sólo resta, por el propósito de este comentario, y mis propias convicciones (si es que cuento con alguna aún) desearle suerte a Midence en su papel de nuevo ideólogo del FSLN, sustituyendo, seguramente que con amabilidad y sin mayores traumas, a los viejos cuadros que aún sostienen sobre sus hombros la empresa, siempre difícil e ingrata, de justificar las promesas y estrategias de los aparatos políticos.
Del primer corte, sí, hay mucho que comentar.
En primer lugar, el nuevo enfoque hará enfrentarse a Carlos Midence con la vieja escuela de nuestro país, eurocentrada, algunos de cuyos autores vivos (Serrano, Tunnerman, Cruz, Arellano, Wheelock, et al) siguen ignorando la epistemología de los pueblos originarios que, generalmente, cuando no la están describiendo para el archivo, la ocupan como refugio, al sentirse ignorados, humillados o rebajados en los debates por los mismos autores eurocéntricos que admiran, como el caso de Serrano Caldera, que Midence (2011:147) cita. “…la concepción filosófica de este autor es puramente eurocéntrica en sus obras y opúsculos. (…) No hay un sólo ápice crítico, ni tamiz interpretativo que ponga en duda la propuesta del ‘camino’ que han abierto o que han recorrido los filósofos”.
Y en efecto, Serrano, cuando la sociedad navega sin mayores reclamos a sus fundamentos eurocéntricos, se alimenta de anclajes clásicos en Hegel o Rousseau, según el espíritu domine en campos dialécticos de revoluciones reguladas y a fuego lento o de democracias vivas con reglas abstractas. Pero, cuando la sociedad criolla y mestiza nuestra es continuamente señalada por su copia europea o norteamericana, al momento que no es muy popular imitarlas por sus crisis profundas, usa a discreción a los viejos autores latinoamericanistas (eurocéntricos de segunda, también, la mayoría de ellos), que siempre mantiene al alcance de la mano.
Enfrentamiento digo, o diálogo si deseamos aparentar cortesía, porque son paradigmas no sólo diferentes, sino radicalmente “otros”, como gustan de decirse ellos mismos. El cambio en las tradiciones precolombinas, como en toda tradición cultural, menos la moderna, tiene una sacralidad que no puede reducirse a una cuestión de ruptura como la imagina occidente. Hay que recordar que dos de las reglas teóricamente más exactas con que cuenta la cultura occidental, la lógica y el álgebra, vienen de matrices griegas e islámicas cuyos sentidos estaban fuertemente atados a sus dioses.
La metafísica de Aristóteles era muy respetuosa de las deidades a las que el estagirita vinculaba sus reflexiones y el caso de los árabes es más elocuente aún por el vínculo de sus inspiraciones en Mahoma. La modernidad extrajo sólo la espina dorsal de estos sistemas, y al despojarla de sus dioses, terminó por dejarlos irreconocibles aunque, nadie lo discute, muy útiles para lo que la Europa colonizadora haría después: calcular y controlar.
La revolución haitiana, a la que le dedica todo un sólido capítulo el autor, hizo las cosas exactamente al revés, combinando todas las tradiciones revolucionarias francesas con matrices culturales africanas. Y fue tan violenta, espectacular y radical esta conjugación de saberes, que tiene a Haití aún postrada después de más de 200 años de haber tomado el cielo por asalto, para vergüenza de historiadores criollos y mestizos que casi nunca la citan, menos que menos en Nicaragua.
El cambio, telúrico y circular, en las tradiciones andinas (Pachacuti) y mesoamericanas (Katún) lo presenta Midence, con todos los riesgos que supone emplear métodos del vencedor (crítica que se le puede hacer a cualquiera que salga a defender sufrientes originarios del pasado) como la propia escritura de idiomas occidentales, con cierta solvencia, al menos la necesaria para hacernos sospechar que detrás de esas cosmovisiones marginadas hay toda una sabiduría a la espera de mayor vuelo y profundidad teóricas.
Uno lo que entiende es que el autor quiere hacernos ver la continuidad subterránea de estas cosmovisiones -- de mayor impacto si la hubiese empezado con el diálogo entre Nicarao y Gil González (cuestionado, por cierto, con dudas razonables por Fernando Silva) como lo hizo en una de sus obras anteriores --, con los procesos de rebelión, verdaderas revoluciones en el sentido de las tradiciones mencionadas, que se han efectuado a los largo de nuestra historia, y la perversión, mérito exclusivo de Midence en ser el primero en señalarlo, de llamar “revolución”, por parte de las luchas criollas, a cualquiera de sus maniobras y estrategias por hacerse del poder en manos de sus rivales.
Quiero detenerme aquí para hacer una reflexión en voz alta. Octavio Paz, dividió una vez los cambios en Latinoamérica en tres grandes conjuntos: las rebeliones individuales á la Camus; las revoluciones colectivas modernas á la francesa y á la rusa; y las revueltas étnicas, como algunas de las ocurridas en su México natal. Paz, sin dejar de ser eurocéntrico en la importancia que le asigna a los dos primeros conjuntos, ético en el primero e histórico en el segundo, al menos no excluye, en el tercero, una característica demasiado visible en nuestros países como para ocultarla. Le llama “revuelta”, no en sentido despectivo, sino en sentido geométrico. Es realmente un regreso a una situación original de la que no se debe ni se puede salir en virtud de una lectura del tiempo circular. Para regresar tienen que desplegar un movimiento espectacular en contra de unas resistencias a las que muchas veces sucumbirán, resignados (¿?), en virtud del sentido que le asignan a los eventos, y no de la fuerza y el arrojo para enfrentar lo que supondrán como destino. En griegos y romanos dominó también algo parecido hasta que la modernidad lo desconoció en su nueva racionalidad, sustituyéndola por la representación, crítica, acción y sentido emancipador.
Los criollos y sus intelectuales, en nuestra historia, quizás hasta la revolución sandinista, siempre llamaron a sus golpes de Estado, “revoluciones”, y a las verdaderas revoluciones de los subalternos, rebeliones, anarquía, sedición, desobediencia y amotinamientos. Recuperar no sólo los términos sino las lógicas de estos movimientos es un objeto digno de ser estimulado.
En segundo lugar, Midence tiene que salvar la contraestrategia polémica que se le puede venir encima, cuando se le reclame, no sin cierta justicia, mayores pruebas de lo que dice en el campo estrictamente antropológico, desde donde pareciera despegar el autor, y reducir la nueva propuesta a una rivalidad entre disciplinas académicas, entre la sociología y la antropología o, entre variedades de esta última, desactivando su poder descentrador.
Uno de los riesgos que tiene la decolonialidad es que, por su defensa de actores afrodescendientes y originarios, se le llame a restringir su campo a una especie de diferencia etnográfica que en su tiempo, y aún hoy, ejerció en exclusiva, la antropología. Y, según sus autores más representativos, se trata de algo más que eso. Se trata de desobedecer y desprenderse epistémicamente del eurocentrismo. Pasar por otro mapa de saberes y otra ruta del conocimiento que parta de los sitios de enunciación donde habitan los sufrientes de la modernidad/colonialidad. Y esto significa que los decoloniales no están dispuestos a dejarse reducir a fronteras disciplinarias, sino a desplegar insubordinaciones de las dominancias eurocentradas. Pero necesitan, si están embarcados en proyectos liberadores, como lo han decidido ya, convencer a las audiencias con las mismas reglas (evidencias, citas, testimonios, experticia, erudición) que condenan. No hay otra manera, desde que decidieron brindar la batalla en la escritura y proporcionarle un perfil académico a sus promesas. No son antropólogos, lo sabemos, pero necesitan demostrar paradójicamente con recursos antropológicos, profundidad en la presentación de los actores que defienden, algo que Midence cumple, en efecto, pero sólo apenas para abrir el campo.
En tercer lugar, la presentación de Sandino como pensador y no como hombre de acción. Midence retoma en esta obra, un hilo que dejó si redondear en una de sus trabajos anteriores. “Es preciso destacar que en Sandino pensamiento y mística se juntan. Esto da base a su espiritualismo, que lo esgrime como apoyo trascendente en todas sus acciones y representaciones” (Midence, 2011:199). Hay que ponerse de acuerdo cómo enfocar a los líderes latinoamericanos, incluyendo a nuestros próceres, todos ellos hombres de acción.
Se sabe que los hombres de acción no se interrogan sobre fines, privilegio que se han guardado para sí los pensadores, sino sólo sobre medios, al servicio de unos fines que estos próceres ya han encontrado elaborados y cuyas empresas legitiman aún más.
Sin embargo, el caso latinoamericano es intersticial porque no hemos tenido, y no hay que lamentarse por ello, un “Siglo de las Luces” que sólo a criollos y mestizos eurocéntricos se les ocurriría perseguir ni, por otro lado, como las culturas orientales, tenemos una tradición escrituraria de las culturas amerindias que permitirían clivajes hermenéuticos e intelectuales para desplegar estrategias subalternas de identidades. Los que presenta Walter Mignolo (Ottoba Cugoano y Guamán Poma de Ayala) a su favor, son más bien casos híbridos, entre liberalismo y experiencias de esclavitud aquél y cristianismo y esquemas incaicos éste, parecidos a los que alude Bhabha.
Nuestros próceres y líderes han usado por sus propias urgencias prácticas, las que les dictan las circunstancias profundamente móviles en las que se desplazan como cartas, manifiestos, diarios, discursos transcritos, pensamientos aforísticos, entrevistas, pequeñas obras y hasta poemas. Todos, recursos menores de una marginalia que impide elevar a rango teórico estas expresiones. Pero encierran una buena carga y dotación de sentido que los hace singulares y, de paso, acusa la pereza de nuestros intelectuales que prefieren seguir girando como moscas alrededor de paradigmas ya hechos. Pocos intelectuales les acuerdan esa dignidad teórica a nuestros dirigentes históricos que, por su parte, los pensadores alemanes, por ejemplo, le dedicaron a unos pocos fragmentos sueltos de Empédocles, Heráclito y Parménides, de cuya fecundidad nacieron obras centrales del pensamiento europeo como Así hablaba Zaratustra, Fenomenología del Espíritu y Ser y Tiempo. Y el ejemplo no es para seguirlo sino, al contrario, para romperlo. No se trata de hacer obras monumentales sobre sus cartas, diarios o poemas, sino señalar las vías alternativas, igual de legítimas y tan profundas como cualquier otra, que hemos tenido para unir nuestros pensamiento que, por lo demás, nunca se ha separado de la acción que ha brindado sentido a nuestra cultura. En este sentido, nos parecemos más a los aforistas de ellos mismos, como Chamfort, LaRochefoucald, Pascal, Nietzsche y Cioran; o a las tradiciones de la sabiduría oriental de Krishna, Lao Tsé, Buda o Confucio.
No he leído la obra donde, según Midence, Eduardo Déves, un autor chileno, le acuerda el rango de pensador a Sandino. De ser cierto, estaríamos asistiendo a una nueva forma de vernos, donde ya Midence ha encontrado un lugar por ser de los primeros que roturen también en este campo. Sandino es una supermestizo, más o menos como las pensadoras chicanas (del tipo Anzaldúa, Sandoval y Alarcón), se definen a sí mismas. “El proyecto político-teórico que Augusto C. Sandino lleva a su máxima expresión y que bien hemos dicho tiene sus raíces en diversos saberes y sentires del pacífico y el Caribe nicaragüense, en ideales místicos, en la sabiduría popular, en las propuestas latinoamericanistas, entre otros…” (Midence, 2011:215).
Anteriormente Alejandro Bendaña, un autor nicaragüense, había puesto de relieve el misticismo de Sandino, un poco como Enrique Krauze, escritor mexicano, hizo con algunos de sus presidentes “supersticiosos”, pero aún hay una deuda por saber cómo tales creencias se expresan en las tomas de decisiones públicas.
Sandino fue una mezcla del anarquismo de los Flores Magón que era dominante cuando estuvo en México, del espiritismo de Joaquín Trincado (simpatizante de la Sociedad Teosófica de Madame Blavatsky que, por esa época, educaba a Jiddu Krishnamurti para ser el “Maytreya”, especie de Buda, de todo el mundo), de un agrarismo cooperativo combinado con ideas simples de liberalismo, junto a una alergia hacia el marxismo stalinista de Farabundo Martí y amabilidad hacia el modelo publicitado por José Carlos Mariátegui (de cuyo seno aprendió a tener en estima la incorporación de los pueblos étnicos del Caribe), que saludó con simpatía. Consciente de estas combinaciones, no hemos sabido que Sandino sufriera algún tipo de desgarramiento por definirse a favor de unas de sus tradiciones contra otras, como pensadores modernos usualmente exigen a híbridos epistémicos de tal naturaleza. Que sus manifiestos, cartas y entrevistas todavía sirvan para presentarlo como un hombre de acción, siguen a la espera de intelectuales[1] que proyecten el verdadero sentido de un supermestizaje epistémico, al que parece haber estado sometido sin mayores problemas consigo mismo. Midence ha puesto la primera piedra en este camino.
En cuarto y último lugar, el llamado implícito que hace Carlos Midence, con su propio ejemplo, de unir dos escuelas militantes, política en el caso del Socialismo del Siglo XXI y epistémica en el caso de la decolonialidad. Lo que permite tal articulación, a mi juicio, entre una y otra, y pese a las críticas que efectuó la decolonialidad de la primera hora, a todo tipo de marxismo por su carácter eurocentrado, es la coincidencia en fines emancipatorios de sectores sociales sufrientes, plebeyos en el caso de aquellos y afrodescendientes y originarios, en el caso de estos.
Por medio de una negociación en ciertos principios, o por simple realismo político, una escuela epistémica prometedora, como la decolonial, empieza a averiguar que la lucha política cuenta también con sus propias reglas (el precio de todo paradigma que llama a la acción emancipadora), la primera de las cuales, lo sabemos desde Maquiavelo, es triunfar sobre los adversarios, sino lo hemos hecho aún, o mantener e incrementar el éxito, si ya lo hemos logrado, a cualquier precio.
Bienvenida sea esta obra!!!
Midence, Carlos (2011) Cambios y aportes históricos del sandinismo al devenir nacional. Ed. Universitaria UNAN-León. Managua. 326 págs.
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