Por Freddy Quezada
Carlos Reynoso es un caballero que anda por el mundo defendiendo el honor de la ciencia a la que sirve y restablecedor de su reputación, amenazada por la duda, la frivolidad y la ligereza de los charlatanes.
Yo, que me creo otro hidalgo, ya sin el favor de mi señora, aunque con su nombre más alto todavía en mis banderas, cruzaré aceros con él, que le agradarán al amigo Reynoso, porque forman parte de nuestro oficio, y se divertirá conmigo, como en la bateíta, ese juego nicaragüense, en que dos niñas giran y giran, hasta que una se desprende, mareada, de la otra.
Carlos Reynoso emplea, para atacar a Edgard Morin, las mismas faltas que encuentra en él: amalgama citacional (con apellidos y fechas en la que uno no sabe si hay diferencias entre los autores apiñados o si la síntesis que hace Reynoso en su nombre es a favor o en contra); impresionismo científico (creyendo encontrar autoridad en laboratorios desde ensayos, investigaciones de corta vida, cursitos de ingeniería de software con pasatiempos de pinturas fractales, en nombres nuevos e idiomas eurocentrados, así como en los números de Avogadro, la campana de Gauss, la iterabilidad, o la ecuación de Verhulst, aprendidas en la secundaria); metáforas en el campo amigo (como muchas de la que cita en autores que admira, pero que le rehúsa a Morin cuando las invoca); dualismo a conveniencia (“lógico responsable” contra “contradictorio grosero”, modelador contra metafórico, caodeterminista --verdadero complejo-- contra aleatorista --falso complejo--, científico contra intelectual enciclopédico, o ese cierre de elección dual al final de la obra, etc.); poses de especialista (en algunas disciplinas que ya no necesita de actitudes de creyente en tierra de infieles o de guerreros que enseñen las virtudes de la espada); trucos polémicos (al prometer centrarse en los cinco volúmenes de El Método, cuyo último número llega, en su lengua original, al 2001, usando obras posteriores que ya no pudo conocer Morin, y que pueblan significativamente la bibliografía de Reynoso); confusión del profesor con el científico (uno repite las reglas, el otro las rompe); del intelectual con el sabio (uno explica, el otro crea nuevas salidas) y del popularizador con el especialista (uno divulga, el otro profundiza).
En síntesis, un antropólogo de profesión que no le perdona a un colega sus ligerezas (que él mismo autorreferencialmente comete) y que no se le ocurra a un “aborigen” (su objeto de estudio) alzarle la mirada. A lo mejor perderá la oportunidad de saber que unas cosas están dentro de otras y que un modelo es una metáfora (a veces más: una obra de arte!!! como los fractales de Mandelbroot), como en su tiempo lo fue esa poesía de la física llamada “modelo atómico” y hoy el modelo de las supercuerdas.
Morin es un popularizador (del tipo de Assimov, Hawking y Sagan), que sacrifica profundidad por audiencia (como lo hacen films del tipo “Jurassic Park”, “El efecto mariposa”, “Destino Final”, “Los Crímenes de Oxford”, etc.) y el régimen en que se inscribe Reynoso es el inverso. Son géneros de discursos diferentes con auditorios distintos y esto explica que no haya crítica del uno al otro, sino castigo (al exigirlo, incluso, Reynoso habla como si esperara reacción no de Morin, sino de sus epígonos que, al parecer, en el pasado, fue uno de ellos, ¿temor?), inusual, si nos atenemos al debate “científicamente correcto” que hoy tienen los especialistas.
Por principio, cuando uno ataca a un paradigma, que no es el caso de la presente obra, escoge al representante más lúcido y mejor dotado que, para el campo, serían, entre otros, Prigogyne, Thom, Margulis, Feigenbaum, Spencer Brown, Pask, Lorenz, etc., por cierto no citados (o de segunda mano) en la bibliografía de Reynoso. Si la complejidad no está en cuestión, como parece ser el caso, porque Reynoso más bien la defiende, por qué hablar en contra de uno de sus miembros. Por qué no le sacó ventaja a esas 488 clases de complejidad que refiere, actualizando ese magnífico manual de Briggs y Peat, sobre la teoría del caos, sin ofender a nadie? ¿Cuál sería el sentido de escoger a quien el autor cree que es el más débil pensador de un mismo paradigma, bajo el cual ambos se amparan? Sin perjuicio de más probabilidades, se me ocurren cuatro explicaciones.
- Porque cree que Morin es el más débil y superficial de sus miembros y hay que ponerlo en su lugar dentro de la comunidad científica. Aquí, Reynoso, se miraría como un juez implacable que dicta sentencia.
- Porque cree que Morin está atrasado y desinformado y hay que actualizarlo, corregirlo y educarlo a reglazos en los dedos. Aquí, Reynoso, se miraría como un profesor severo que imparte lecciones a sus colegas.
- Porque cree que Morin no tiene autoridad ni competencia, por su seudo cientificidad y charlatanería, para exigir control a los científicos. Aquí, Reynoso, se miraría como un especialista temeroso de que su oficio sea controlable por los ciudadanos, no en el aspecto técnico, sino en el programático y financiero.
- Porque cree que Morin tiene un reconocimiento inmerecido y debiera ser él, por los méritos demostrativos de su rebatimiento, el que debiese disfrutarlo. Aquí, Reynoso, se miraría como un celoso vulgar que no sólo quiere destruir a Morin, sino sustituirlo.
Puede que el mareado, en el juego, termine siendo yo, al no decidirme por el juez implacable, el profesor severo, el especialista alérgico al control, o el desconfiado que espera suceder al “Maestro”.