CANIFRU Y LOS AMARILLOS
Por Freddy Quezada
Amaneceres y atardeceres anudados en una banda de Moebius. Hay algo en este pintor que, a mi juicio, sintetiza el placer y el dolor y, al parecer, con la colaboración alegre e inconsciente de sí mismo, en el amarillo, más bien en los amarillos. La mayor parte de las obras de su nueva colección están, si se me permite la expresión, crucificadas dulcemente (con ese placer que sienten los cristianos en el momento culminante de un cáliz, amarillo precisamente, que los hace recordar el sacrificio de Jesús) por las tonalidades del amarillo; en algunas de ellas, incluso, tenues pero firmes.
Sabemos que el blanco contiene a todos los colores, cuando los hacemos girar a gran velocidad en un espectroscopio, pero Víctor Canifrú me ha hecho ver, de nuevo, que sólo el amarillo es el que contiene todas las emociones; hasta las más opuestas. ¿Será ese el secreto de la Iglesia y de ahi esa bandera blanca y amarilla?
El desprecio con el que los occidentales llaman a los chinos "amarillos", no cuenta que, en su hora de venganza, se les regresará a la cara en un solo gargajo: capitalismo, socialismo, mercado, pujanza económica, marxismo de margarina, sabiduría milenaria, despotismo, poder de potencia primera. Todo en uno.
Hace mucho tiempo se hizo célebre aquella teoría freudiana que creía que los burgueses padecían de estreñimiento por la ansiedad que les ocasionaba la acumulación de capitales. El amarillo fecal se juntaba con el amarillo del oro. La fórmula del éxito era la retención. “El amarillo es el color de la cobardía y va asociado a las personas marginales y objeto de rechazo, los locos, los musulmanes, los judíos, pero también es celebrado como el color del oro, entendido como el más solar y el más precioso de los metales”, nos dice Umberto Eco, en su monumental Historia de la Belleza, describiendo el significado de los colores en la Edad Media.
Milán Kundera, en una de sus novelas, narra cómo el hijo de Stalin muere electrocutado en un campo de concentración nazi, diciéndose a sí mismo y a los demás que él, como hijo de Stalin, era inmortal; el novelista checo, dice que nadie estuvo al mismo tiempo tan cerca de la mierda como de la gloria. El amarillo debió ser la bandera de esta decisión asumida por un solo miserable.
En Víctor Canifrú, sus amarillos son unas angustiosas alegrías que nos invitan a desestabilizar oposiciones y regímenes de significación, a renunciar a ese mundo de dualidad limpia que nos han enseñado desde la niñez. Un color que nos envuelve por completo y el cual esclaviza el pintor, hasta preguntarnos si necesitamos a los demás colores que ya pueden ser arbitrarios y completamente libres por decisión del autor mismo, que importa si les place reposar en hojas azules, juguetear en siluetas moradas o nadar en aguas rojas. ¿Sentid esa sensación en las ligeras gotas amarillas de
El Coloquio de los Centauros, pintura que encabeza este comentario; o en la luz que atraviesan las redes del pescador; o en los filamentos de unas grandes hojas, espigas, prados o en las crines de unos caballos; o ese sol debajo de una botella, al frente de una chica en su momento más cobarde
o al fondo de unas gaviotas en su momento más feliz? Un solo color reúne a los opuestos. Si el amarillo de las tardes nos derrotan, como dijo una vez Jorge Luis Borges, también el de las auroras, como diré hoy yo, nos ganan.