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Monday, May 29, 2017

Comentario a la obra "El meñique del ogro" de Erick Aguirre

COMENTARIOS SOBRE LA OBRA EL MEÑIQUE DEL OGRO


Freddy Quezada



Siempre que miro la estatua del combatiente popular, esa que ahora sirve de portada a la última novela de Erick Aguirre, “El meñique del ogro”, donde se observa su cabellera, desde abajo y desde atrás, como el peinado de Gokú, apuntando al cielo con su fusil, me digo que es el homenaje a “Charrasca”, héroe olvidado y despreciado de la revolución sandinista, que se movió entre las frágiles líneas de la delincuencia y el arrebato justiciero; del fusil del guerrillero urbano y el zapapico del trabajador, que posee en cada una de sus manos, un monumento descamisado, repartido entre la violencia y el trabajo; entre la semiletralidad y las pasiones de alto riesgo; los desplantes suicidas y el respeto por las buenas causas; la desobediencia a cualquier autoridad y la lealtad a sus amigos. Muchacho compuesto de todas las faltas, sin duda, pero también de todas las virtudes que, como miles de ellos, sin nombre propio, hicieron la revolución nicaragüense y, en general, han hecho siempre todas las revoluciones modernas.


Por abajo, los “Charrascas”, fueron el espejo anónimo que sigue enterrado, de otro, por arriba, que es el que siempre vimos, con nombres y apellidos ilustres (Chamorros, Cuadras, Cardenal, Baltodanos, Mánticas, etc) que dirigieron y gobernaron la revolución y que abandonaron cuando ya no les hizo falta y no les siguió representando beneficios. Toda revolución moderna es el sueño de la razón. Y, como ya se sabe, los sueños de la razón son monstruos. Octavio Paz en otro “Ogro”, que él llamó filantrópico, como ironía para referirse a los Estados de hoy, creo que dice que las revoluciones modernas sólo la pueden encabezar militantes geométricos, hijos de la razón cuya servidumbre hacia la historia, los hace sentirse superiores a los semiletrados, o letrados primarios, al sentirse confidentes de un porvenir del que derivan su autoridad, profecías y despotismos. Sólo en sus fracasos, llegamos a saber que todo emancipador está condenado a ignorar el monstruo que más adelante prepara.


El halago de haber servido de referencia para la construcción de un personaje, “El Flaco Pastrán”, en la novela “El meñique del ogro”, no impedirá pronunciarme esta tarde, a despecho de la experticia y respondiendo agradecido al autor, en virtud de las reglas de cortesía y reciprocidad, con esa violencia a manotazos, propia del “Flaco Pastrán”, personaje desaliñado y siempre bajo arrebatos, del profesor universitario, autor de las provocaciones teóricas que generan algunas discusiones de la “mesa maldita”, así llamado el sitio de reserva de un grupo de amigos en el club nocturno “El Panal”.


Creo que la novela es un buen tejido y conjugación de varios géneros (histórico, thriller, de tesis, aventuras, costumbres y sociológica) que corre al inicio riesgos de perder lectores, no sólo por una prosa plana, sin sorpresas ni requiebros que nos asombren, al salirnos al encuentro y prepararnos para dejarnos hechizar, si no por las conexiones a fuego lento que efectúa el autor de capítulo a capítulo (que ya he visto con maestría en Mario Vargas Llosa y Milán Kundera) pero que termina, en los capítulos finales, para prueba del talento de Aguirre y del agrado nuestro, bien librada, recuperando ritmo y temperatura, que se hizo extrañar en los primeros capítulos, como parte de la estrategia narrativa del autor, sólo para sorprendernos por medio de la reunión de todos los hilos en una desembocadura final, que nos recuerda a Juan Rulfo y a Carlos Fuentes, escritores de cabecera del autor, que anuncian una influencia discreta, pero fecunda y ya propia, en Erick Aguirre.


Todo la novela sigue girando alrededor de las angustias identitarias de un grupo de intelectuales, amigos y rivales entre sí, que se preguntan por las causas de la derrota de la revolución sandinista, los límites de la democracia y la identidad de América Latina, cuyo autor las lleva tan lejos en su examen como el asesinato de Sandino y la obsesión por responder reflexiones provocadoras del “Flaco Pastrán”. El plexo de sentidos abiertos por los misterios que ya son leyenda en nuestro país, la muerte de Sandino, el ajuste de cuentas reales y metafóricas, en las calles y en las mesas de tragos, entre revolucionarios derrotados, los recupera la imaginación de Aguirre y se obliga a tratar con los inmigrantes como objeto de reflexión y peso en nuestro mundo actual, para construir su ficción, anclado sobre el nomadismo, diletantismo y vagabundeo al que se entregan todos esos amigos en sus noches de bohemia.


La rabia, el desencanto y la desesperación para dotarse de una nueva identidad a partir de la explicación de lo que sucedió con la revolución sandinista y todas las conexiones de ese derrumbe con una identidad latinoamericana desafiada en nuestra época, abiertamente, por aborígenes, afrodescendientes y asioamericanos, bajo la cubierta de las nuevas escuelas post y decoloniales, me llevan a creer que pasión inútil, como creía Sartre, no es el hombre, si no las causas que se obliga a perseguir y de las que está absolutamente claro que es su constructor, condición que deja en sus manos, soluciones sin misterios, avances sin trascendencias imperativas y fracasos sin dramas, ni telurismos epistémicos.


Leído con las claves “otras”, aludidas de nuestra época, recibidas por una muy distinta, la que se refiere el autor como contexto, creo que se mueve entre las angustias de una identidad perdida (o bajo examen) y los excesos, hoy, de una alteridad triunfante que empieza a asfixiarnos. Una combinación que puede llevar a interrumpir y terminar por crear un producto no programado, una especie como de anacronismo retrospectivo, como prueba de que nada cambia tanto como el pasado, revisitado una y otra vez por intereses y paradigmas de unos jueces que opinan, como expertos, de sucesos épicos, con el agravante de haber sido participantes directos.


La trama del “Meñique del ogro” nos hace viajar hasta la New York del post 11 Septiembre, donde se urde una bella trama que hace pasar a la novela por uno de sus momentos más brillantes. Son fascinantes esas descripciones de los trabajadores ilegales, saltando de los edificios en llamas, agitando sus brazos como avecillas con sus “alas rotas”.


El autor nos recuerda aquella célebre escena donde Dustin Hoffman, en “Midnight Cowboy”, golpea un auto que escapa de atropellarlo, diciendo “Oye, qué te pasa, hay gente aquí”. Yo prefiero recordar otra escena, más apacible, suelta y abandonada a sí misma, que nos recuerda las zonas de confort de los jóvenes de hoy y con la que despediré estas pequeñas digresiones. Es aquella donde Jon Voight, con unos walkman en sus oídos, como un anuncio de Sony, asoma su cabecita rubia y feliz, en medio de la multitud indiferente y cruel de las calles de New York que nos desocultó John Schlessinger, oyendo, por dentro, la banda sonora que todos los espectadores escuchan, también, por fuera, y que nos hace casi ponernos de pie, como ante un himno. Las notas de Harry Nilsson “Everybody's talking at me/ I don't hear a word they're saying/ Only the echoes of my mind…”

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