Por Carlos Yusti
(Tomado de Letralia)
En el barrio de mis andanzas adolescentes, mi amigo Juan Aponte era un nietzscheano de piel oscura y racista. Por mi lado yo leía en sí no a Jean Paul Sartre y a Albert Camus. Juan me decía que leyera filósofos de verdad y no propagandistas partidistas con labia seudofilosófica. Como es lógico le hice poco caso a Juan, aunque también leí a Nietzsche y al final me atrapó Camus.
Sartre siempre me resultó algo vedette y estaba convencido de su rol de mandarín espiritual. Camus era la otra cara del rol del intelectual en la sociedad: reservado, prudente, humanista, con un alto sentido de la mesura y el equilibrio.
Sus libros siempre variados (novela, cuento, ensayo, teatro) no rehuían ningún tema y hurgaban en las sombras de la miseria humana para encontrar la luz perfecta de un humanismo activo y solidario.
Su pieza teatral Calígula escudriña el poder desde el absurdo y la locura, dejando al descubierto una lógica monstruosa, pero infalible en cuanto abyección y método. Su otra obra El malentendido enfoca el crimen como mecanismo de supervivencia y al final una vida sustentada en la vileza del asesinato descubre el absurdo doloroso como drama y tragedia.
Camus al igual que Sartre no es ese gran escritor modélico. En ambos el estilo pobre de narrar es sustituido por el armazón sólido de las ideas. En Camus hay mucho acartonamiento en sus novelas, redunda en explicaciones filosóficas que exploran la culpa, el nihilismo sin patrón, el caos social a causa de una tragedia colectiva, etc. En sus novelas y cuentos todo parece estudiado al detalle lo que le resta frescura a su estilo, sólo sus planteamientos e ideas sostienen sus propuestas literarias. Su novela emblemática, El extranjero, me resultó en su momento un recorrido en cámara lenta sobre el sin sentido de la condición humana, sobre ese proyecto del hombre sustentado en el vacío de sus acciones.El interés que todavía hoy despierta Camus radica en la flexibilidad de sus paradojas, urdidas tanto en sus novelas, piezas teatrales y ensayos, en esa elasticidad ética y esa fuerza moral reflexiva que impregna todo su obra. Susan Sontag hace bastante tiempo escribió: “En Camus no encontramos arte ni pensamiento de primera calidad. La extraordinaria aceptación de su obra sería explicada por una belleza de otro orden, la belleza moral, cualidad ésta descuidada por la mayoría de los escritores de este siglo. Otros escritores han estado más comprometidos, han sido más moralistas. Pero ningún otro aparece con más belleza, con más convicción, en su profesión de interés moral. Desgraciadamente, en el arte la belleza moral, como en la persona la belleza física, es extremadamente perecedera”.
Al existencialismo militante de Sartre es necesario oponerle esa rebeldía nihilista (sin pancarta) de Camus. Su actividad como conciencia cívica le empujó a mantener un delicado equilibrio. Nunca dio muestra de flaquezas y su separación del partido comunista en un momento histórico en el que el comunismo a la soviética estaba en la cúspide como organización social y política debió ser atosigante. Las voces fanáticas de siempre lo tildaron de traidor. Repudiado y vilipendiado en su momento fue reivindicado después que el gran Stalin murió y se pudo exhibir su armario repleto de crímenes, atrocidades, injusticias y caprichos sangrientos de tiranuelo caligulesco.
A Camus quizá se le recrimina su soltura, su informalidad a la hora de hacer de filósofo; ese estilo transparente y sin complejos de asumir la filosofía. El filósofo académico con cátedra y seguidores le resultaba irrisorio lo que lo llevó a decir: “No camines delante de mí, puede que no te siga. No camines detrás de mí, puede que no te guíe. Camina junto a mí y sé mi amigo”. Este estilo familiar, mundano, de filosofar, lo llevó a ser considerado un filósofo entre comillas. No obstante Bernard-Henri Lévy parece dar en el clavo cuando asevera que Camus es un filósofo artista: “Un filósofo que toma de todas partes las armas que necesita. Un filósofo que, además, nunca ha separado su vida de su aventura intelectual y, por tanto, siempre ha ejercido el doble juego de una vida escrita y unos libros intensamente vividos. Este tipo de filósofo inventa una actitud al mismo tiempo que produce una obra. Es autor de un estilo antes que de un sistema. ¿Pero no es ésa, según sus queridos griegos, la propia definición de la filosofía? ¿No es la imagen suprema de una disciplina que no se atribuía entonces más fin que el de decir bien cómo vivir bien y cómo vivir según el Bien? A ese Camus, ese moralista del que el mismo Sartre elogia, cuando muere, ‘su humanismo testarudo, estricto y puro, austero y sensual’, se le quiere como a un hermano, un hermano pequeño, eternamente joven...”.
Por la Internet viaja el documental sobre Camus Una tragedia de la felicidad, de Jean Daniel y Joël Calmettes, que se inicia con el filósofo haciendo una pantomima de una corrida de toros y un parlamento inicial que de alguna manera lo define: “La felicidad, al fin y al cabo, es una actividad original, hoy en día. Queda demostrado al tener que ocultarnos para disfrutarla. La felicidad hoy es como el crimen de derecho común: niéguelo siempre. No vaya diciendo, así, sin mala intención, ingenuamente: soy feliz. Porque enseguida se topará alrededor suyo, con su condena en bocas caninas. ‘Con que usted es feliz, joven, ¿y qué piensa de los huérfanos de Cachemira, de los leprosos de Nueva Zelanda que no son felices, eh?’. Y de repente, nos volvemos tristes como mondadientes. Pero a mí me parece que hay que ser fuertes y felices para ayudar a la gente en su desgracia”.
Sartre dijo de él, en la apasionada polémica, que terminó enemistándolos sin remedio, que llevaba a todas partes un pedestal portátil. Pedestal que muchos de sus lectores del pasado, de hoy y del futuro, le cargarían con gusto, cuestión que de seguro no harían con Sartre.
La gran lección de Camus fue que la rebeldía tiene límites si lesiona a otro ser humano, si se le causa daño a otro individuo y restringe, reprime o mutila su libertad, o como él lo escribió: “El revolucionario es al mismo tiempo rebelde o entonces ya no es revolucionario, sino policía y funcionario que se vuelve contra la rebelión. Pero, si es rebelde, acaba por levantarse contra la revolución”.