Empezaré diciendo que no puedo hacer ninguna crítica literaria sobre esta obra, en principio por no ser mi especialidad y, además, creo que lo fundamental ha sido dicho por Roberto Aguilar en el prólogo. Pero sí deseo contribuir en el campo epistémico: la relación entre el creador y sus criaturas (como universo propio) y entre estas últimas con la realidad.
La historia y la narración tienen una estructura parecida, ya advertida por Paul Ricoeur, fundamentada en Aristóteles. Ambas se basan en el sentido que le brindan sus creadores y se construyen como tramas argumentales con un origen, un destino y unos acontecimientos dramáticos.
Para el caso de la narración, son los artistas en general y los narradores en particular los que dotan de sentido a todas sus criaturas. En la historia, son los intelectuales en general, y los filósofos en particular, quienes señalan el camino por donde todos debemos avanzar y el drama de quienes se oponen a ese horizonte. La narración y la Historia, coinciden en poseer un sentido brindado por el creador en el caso de esta, o el punto de vista dominante del enfoque histórico, en el caso de aquella.
Tomaré, para lo que quiero decir, un cuento en particular “El rito del silencio”. Roberto habló del bosque, permítanme a mí, ahora, hablar del árbol. Previamente, debo distinguir un evento de un suceso.
Un evento es un hecho de la realidad cotidiana que vivimos todos. Un suceso, es el mismo evento inscrito en las coordenadas de un relato que puede estar a manos de artistas o intelectuales. Si el evento se desfigura totalmente, estaremos en presencia de los primeros y si guarda aún características empíricas verificables por medio de pruebas documentales y rigores causales, estaremos entre los segundos.
Para que un evento se convierta en suceso, decía Sartre, es necesario y suficiente contarlo. Pero ya en el terreno de la narración, un suceso debe responder a sus reglas. Y la primera de ellas, como decía Darío, es la de crear, es decir, inventar criaturas.
En “El Rito del Silencio” hay dos hombres que se han encontrado en la vida desde siempre y, a pesar de que se reconocen con la sola mirada, nunca se saludan, hasta que uno de ellos muere y el primer saludo, será el último. Es una especie de despedida, más que entre dos amigos, de un evento que se transforma en creación y que abandona el nicho de la cotidianidad evanescente, inasible, impresentable, fugitiva… y vuela.
Pero hay que pagar la deuda que, al cerrar la estructura de cualquier narración, contraemos al perder la belleza de lo real de un evento, que no podemos perseguir, encerrar o transformar a fuerza de una imaginación pura. El hombre muerto en el cuento, en la realidad, no ha muerto. Existe y vive. Así que son dos personas: una creada y otra real. Nadie sabe quién es, qué hace y qué piensa esta última; no les importa a los creadores.
El creado y el real, de ningún modo pueden coincidir, porque no tendría sentido el oficio del creador/intelectual (el territorio coincidiría con el mapa), por un lado; y por el otro, el real seguiría siendo lo que es (el territorio seguiría siendo igual a sí mismo) y en la gran mayoría de los casos, ni siquiera se enteraría de la desaparición de los creadores.
La ruptura del silencio de los dos hombres, que se paga con la muerte de uno de ellos, rompe el encanto y el misterio guardado hasta el último momento.
Es ese misterio de lo real, que no puede ser señalado, ni siquiera con el auxilio del dedo adánico ocupado por García Márquez, para señalar las rocas de Macondo, cuando las comparó con grandes huevos prehistóricos. Todo lo real se mueve en el instante siguiente, arrastrando consigo su pequeño universo fractal y autopoietico, para cambiar, una y otra vez, cada segundo y detenerse eternamente en cada uno de los momentos. Tal paradoja es una ilusión aterradora y un caos inaudito, que no pueden soportar unos creadores amantes de la armonía, así como del orden y la obediencia a las reglas.
Un rostro real, sin duda, es más bello que todas las pinturas juntas del mundo y de seguro, los no intelectuales, puestos a elegir en medio de las llamas de su casa, si rescatar a su perro o a su biblioteca, muy posiblemente salvarían a su mascota. No desconozco los méritos de la creación, sino que devuelvo algo de dignidad a lo real, como ese silencio místico de estos dos conocidos que los mantuvo unidos, antes del desastre de saludarse, y ser capturados por el creador, en una representación que destroza toda esa magia y lo simplifica para provocar un efecto estético.
La violación de un silencio llegado de lo real, en nombre de inventar o descubrir su secreto, ejerce su propia vacuidad, y así se protege, coincidiendo con el propio vacío que ya contiene la violencia misma de la representación. Busca "afuera" lo que ya tiene dentro, como medio, para hacerlo.
Los artistas y los intelectuales no pueden ni quieren conocer, si no es a través de sus propias mediaciones, a las personas de carne y hueso, que les sirven de base, alimento y barro. ¿Será por eso que no pueden conocerlas? ¿Y por eso viven escapando de ellas a través de ficcionarlas dentro de una burbuja, que empujan desde dentro, para ilusionarse con un avance o un goce? ¿Cómo se llega a descubrir esto?
Creo que situándose en un punto de vista de segundo orden, donde intelectuales y artistas son vistos como un grupo social que comparte ciertos rasgos identitarios (todos quieren representar “algo” o a “alguien” y todos quieren salvarnos por medio de la emancipación o la belleza) y cuyos frutos son, así como ellos mismos hacen con los seres reales, tomados como la materia prima y el barro para los observadores de segundo piso, de tal manera que cada obra que producen, será inscrita en otro conjunto de reglas narrativas, donde los creadores serán, esta vez, las criaturas.
Los que nos creemos en un segundo observatorio, tenemos que estar claros, a su vez, de ser objetos de un tercero y, así sucesivamente, hasta que uno de los niveles superiores tenga la humildad de reconocer la inutilidad de un vuelo que ya está contenido, por entero, en el primero. En otras palabras, el todo estará siempre en cada una de las partes.
No está en los creadores conocer sin mediación, porque de lo contrario, para ser los eventos, tendrían que negarse y desaparecer en esos mutismos que sirvieron de base al cuento “El Rito del Silencio”, como yo en este preciso momento, que paso a convertirme en el evento mismo, sin suceso alguno que medie, después de cerrar este comentario e invitarlos a leer la obra de Javier González Serrano: Cuánto Cuento.
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