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Thursday, May 15, 2008

Entre mitos y utopías

Nota de presentación: Este texto es de Carlos Schulmaister. Disfruten.
GUÍA BÁSICA DE MITOS Y UTOPÍAS

POR CARLOS SCHULMAISTER (Argentina)


Desmitificar es reconocer que un núcleo de significados encierra un mito (una explicación con dos posibilidades: una prerracional y otra falsamente racional). No reconocer el mito implica admitir sus aparentes significados como verdades. Luego resta analizarlo críticamente para demoler los falsos fundamentos de sus pretensiones explicativas y para rescatar el fondo de verdad que pueda encerrar y que escapa a nuestro conocimiento. En suma, se trata de interpretar luces y sombras del mito.

La vigencia de un mito implica cierto grado de vuelta atrás, de alejamiento del presente, pero mirando por el espejo retrovisor del auto mientras éste avanza, pues el mito no se impone por sí solo viajando del pasado al futuro, tradición mediante, sino que es tironeado desde el presente. Con ciertos mitos redivivos las sociedades, o grupos dentro de ellas, escapan imaginariamente de su propio tiempo histórico en busca de Arcadias a la medida de sus deseos y necesidades presentes soñando con resucitarlos, no en su totalidad sino en la parte o el significado que les permita relanzarlos hacia el futuro, pero en sustitución del futuro real. Me refiero a mitos con vitalidad, que son vivificados por generaciones actuales que adhieren a ellos sin importarles su larga antigüedad, o tal vez por eso mismo.

Aquellas con mayor cantidad de mitos vigentes suelen ser sociedades tradicionales y conservadoras, jerárquicas, sumisas, obedientes, formalistas y estables, temerosas de los cambios en las costumbres y las ideas, pues los mitos existen para obtener esos resultados.

Los escapes hacia atrás existieron en todos los tiempos y lugares en el pasado, pero también en el siglo XX, y aun en la actualidad. Tendencias de ese tipo se presentan también en ciertas subculturas dentro de sociedades actuales que cursan la etapa de la Globalización. En el presente, esas fugas pueden presentarse travestidas de progresismo, engañando así a la mayoría.

En otras sociedades, por el contrario, mitos similares ya no movilizan retrocesos históricos pues carecen de vitalidad, es decir, ya no se cree demasiado en ellos, por más que algunos sean artículos de fe religiosa vinculados a los libros “sagrados” de ciertas religiones.

La posibilidad del escape reside en el vigor del relato mítico para dominar, controlar o inducir la dirección del comportamiento y del pensamiento de hombres posteriores en miles de años a los imaginarios tiempos inaugurales del mito, produciendo en consecuencia la resistencia y la renuencia a desarrollar la aventura de poner en tensión el insuficientemente explorado potencial de las energías humanas (individuales y colectivas, materiales y espirituales) por fuera de los moldes tradicionales, considerados dignos de permanencia por su atribuida bondad intrínseca.

Inversamente, la utopía es un escape de la historia hacia adelante, y no necesariamente su afirmación plena, pero como es muy engañadora resulta altamente movilizadora socialmente. En realidad, pese a los discursos ideológicos a su servicio, e incluso por obra de ellos mismos, esa huída hacia adelante suele representar una deserción del presente inmediato, un intento de forzar la naturaleza de las cosas, por lo que equivale a una apelación a la magia, o al milagro. Eso sí, moviliza intensamente a minorías, cuando de acuerdo a sus excelencias debería movilizar a toda la sociedad.

La utopía, en principio, es todo lo contrario de los mitos. Si éstos son legitimadores de lo dado, es decir, de lo existente, del sistema, la utopía es el planteo de la justicia que debe ser como resultado de la crítica previa de lo existente. No obstante, en la práctica, la utopía, al igual que los mitos, es dominada por la ideología y se convierte en un mito al revés, una fuga hacia adelante. Esas son las utopías que hemos conocido, que a la larga no pueden realizarse y sus deficitarias implementaciones terminan en desviaciones que deben ser padecidas.

La razón, a mi juicio, es el desprenderse totalmente del pasado, de ese sedimento de incontables presentes agotados, por lo que sus promotores se ven obligados a continuar apelando e invocando al destino, al futuro, para dominar y controlar a amplias mayorías disconformes en el hoy, que es lo único que existe pese a su fugacidad. Si la utopía se mantiene con vitalidad sólo en la minoría la única manera de que prospere en punto a su realización es convirtiéndose en misionera y beligerante, y dejando en algún momento de ser democrática. Para entonces ya habrá desarrollado un inmenso cuerpo teórico destinado a explicar y justificar la necesidad de dar el salto histórico que la sitúe a la cabeza de las masas. En resumen: lo que la teoría crítica construye magníficamente, la praxis concreta lo desmorona y el fondo ético ideal originario es la primera víctima sacrificada.

La capacidad cuestionadora de sus mitos heredados no debe hacer perder de vista la tendencia implícita en la sociedad a identificar el presente, y sobre todo el estado de derecho y la democracia, en tanto que situaciones actuales relativamente extendidas, como un paradigma de racionalidad perfecto y acabado. A partir de allí, hay que reconocer el grado de mentira del presente, o mejor dicho, la renovada capacidad mitificante, alienante e irracional, de una racionalidad presente que pretende o intenta dar cuenta de los mitos supérstites y sobre todo de nuevas utopías. Como sujetos contemporáneos, nos preocupan más los mitos de la razón, la mitificación de la realidad producida por el extravío y la crisis de la racionalidad crítica.

Individuos y sociedades, en formas y grados diversos, tienen tendencias a situar en pasados y en futuros mitificados los impulsos históricos que traccionan en uno u otro sentido temporal al tiempo presente y su conciencia de si. Ello sucede así independientemente de la capacidad o incapacidad de aquellos de mirarse desde afuera del proceso.

Los mitos renacen en el presente, languidecen o bien ya quedaron en el pasado y están definitivamente muertos. Pero el presente también puede saltar hacia atrás buscando reverdecer antiguos mitos o creando otros conexos, como en las experiencias históricas fascistizantes del siglo XX. A la inversa, la utopía revolucionaria, con su salto histórico hacia delante y su asalto al futuro es en gran medida un salto al vacío, lo cual la diferencia de los atajos históricos, otra forma de acelerar el tránsito hacia el futuro reduciendo distancias sin saltos ni sobresaltos.

La huída del presente, en realidad, no obedece al “miedo” al presente, tan efímero y breve, sino a la angustia por la imposibilidad del futuro, el depositario de las estaciones imaginables de nuestra vida (lo que no ocurre con el presente, que es pura fugacidad) y el garante de nuestra finitud.

Pero el futuro personal no corre con uno, hacia adelante de uno, sino en contra de uno, como un dique que estalla o como una catarata incontenible que se nos viene encima sin que estemos vestidos para la ocasión. El presente devora el futuro como la locomotora de vapor consumía carbón. En definitiva, a lo que se teme es al futuro por ser un recurso no renovable (cuestión económica) y por lo que se piensa, se presume, se cree, y se teme que viene después (cuestión axiológica que condiciona la atribución de sentido a la vida).

En el futuro, lato sensu, hay dos futuros temidos de distinta manera: el inmediato y el mediato, y cada uno angustia de distinta manera en el fugaz pero desmesurado presente de la conciencia.

El culto del pasado y la arqueología de los mitos son un pretexto, una excusa para atenuar el miedo al futuro personal, imaginando la prolongación del tiempo por delante nuestro. El pasado es el depósito o el galpón de los trastos viejos de la vida, que nos permite disfrazarnos de tanto en tanto, en el carnaval de nuestra existencia, para adoptar una ficticia identidad, para tener un rostro, y también una familia, y una tribu, con lo cual nos quita soledad y angustia del presente, a cuenta del futuro.

La fascinación del futuro es una excusa irracional para reducir y controlar el miedo que provoca. El futuro que fascina es el lejano, separado y más allá del limitado futuro personal. El futuro abstracto no duele ni angustia, como lo prueba la indiferencia de mis amigos y de mis propios hijos ante la posibilidad de que sus nietos y biznietos se encuentren ante el peligro del anunciado choque de nuestro planeta con un cometa en el año 2126.

Ese futuro cuasi literario es un refugio colectivo de la especie, un útero tibio y placentero tal como lo es también el pasado mítico prehistórico, en los cuales se deposita optimismo y serenidad -a diferencia de los futuros personales de cada uno-, y donde precisamente, en cierto punto, se diluye toda individualidad.

En cambio, casi siempre para la mayoría el presente es tierra de nadie, es decir, un espacio no deseado, incómodo, pero potencialmente tentador. En general, al presente se lo apropia y lo disfruta el oportunista. Y a veces el loco.

Hay épocas en las cuales existen desmesuradas fugas colectivas hacia atrás, y otras en los que las fugas se dan hacia adelante con mucho brío y entusiasmo. Y también hay momentos y lugares donde el pasado y el futuro se unen complementariamente, como en las experiencias autoritarias de derechas, representando la conquista del futuro, en realidad, una mítica búsqueda del paraíso perdido. En tanto que en la revolución, la ruptura con el pasado se propone para siempre por más que a largo plazo eso sea imposible de lograr. Con todo, la utopía de la sociedad sin clases es tan sólo la resurrección del mito de la comunidad primitiva.

En América latina, por miedo al futuro -pues nunca fueron realmente progresistas- las oligarquías ensambladas con los imperialismos de turno promovieron golpes de estado tanto en el siglo XIX como en el XX. Temer al futuro las llevaba a proponerse clausurarlo. Habitualmente el mito vigente nos enseña todo lo contrario de lo que yo afirmo.

La utopía izquierdista de América latina en los ´60 y ´70 fue en parte una reacción a lo anterior, pero las luchas nacionales nunca fueron utopías sino desarrollos históricos de la conciencia política popular de cada momento, pese a haber recibido influencias del utopismo revolucionario. Los que saltaron el tiempo fugándose hacia adelante fueron los utopistas de izquierda, incluyendo principalmente a los Montoneros y a los grupos guerrilleros de izquierda. Ser utopista practicando cualquier forma de violencia no es, como mínimo, algo inocuo, y mucho menos un indiscutible modelo a seguir toda vez que esa identificación descansa en la lógica amigo-enemigo.

En Argentina, después de 1955, la resistencia peronista fue estrategia política de un gran conductor político de masas, sin que su grandeza impida ni evite revisar críticamente su trayectoria política. La superposición de la utopía revolucionaria, intentando acelerar la propia dinámica de la lucha movimientista peronista, unido a la agudización de las contradicciones internas de ésta, trajo como resultado su fracaso, la mayor represión popular conocida hasta entonces, y el retroceso de la evolución social de los argentinos.

La utopía futurista, desvinculada de la realidad de lo posible, siempre intenta forzar la realidad para eludir y borrar las responsabilidades históricas concretas y la necesidad de dar respuestas políticas y sociales ya, ahora.

En consecuencia, hay dos formas de imaginar el futuro: el futuro enlazado con el presente, el futuro racional, al que se llegará previsiblemente subiendo por la escalera peldaño a peldaño, incluyendo descansos y retrocesos; y el futuro desprendido del presente, al que se intenta llegar no por medio de ascensores pues no existen sino dando saltos: es el futuro mitificado. En la realidad, quienes crean posible escapar de los cercos de los “laberintos” por arriba han de fracasar inexorablemente a menos que le crezcan “alas” (algo imposible) o posean tecnología capaz de propulsarlos hacia ese “arriba”. En todos los casos, no podrán evitar los “porrazos”.

Lo mismo sucede con el pasado: el pasado construido y articulado con el presente es un pasado histórico, dinámico, provisorio, vital, y nosotros somos dueños de él. A la inversa, un pasado recibido, heredado, lejano, impreciso, desarticulado del presente personal, es un pasado mítico, estático, fijo, muerto, y aun así nos domina.

Y sin embargo, la huida del presente y de la racionalidad a través del mito y la utopía es sólo aparente, ya que ni el mito ni la utopía pueden desprenderse del presente donde son pensados ni pueden existir sin una dosis de racionalización, del mismo modo que la racionalidad va acompañada de la función mitificadora del sistema.

Hasta unas cuantas décadas atrás, la utopía era pensada como un imposible lógico. Hoy lo es como un inédito posible: cuando ella sobrepasa la mera entidad teórica se la comienza a percibir como una acumulación de energía puesta en tensión para lograr un salto cualitativo en las formas de organización y desarrollo de la vida colectiva en el sentido del bien común, y en ese sentido parece hallarse en marcha. En la práctica, las utopías se mitifican, se irracionalizan, tornándose irrealizables, con lo cual el antiguo significado de utopía vuelve a cobrar vigencia.

El fracaso y los terribles costos de las utopías totalitarias recientes han logrado que tengamos inclinación a poner en el centro de la utopía los riesgos, los extravíos y los resultados no deseados. Pero todas las utopías no han sido ni son homogéneas ni mucho menos violentas ni totalitarias. Y no tienen por qué serlo.

2 comments:

Anonymous said...

Bienvenido a la página del "Chino" Quezada, don Carlos. A ver si me explico, dice Usted que hay una trilogía Mito -- Presente -- Utopía, donde no todas las utopías tienen que ser totalitarias. Usted, al parecer, deja abierta una puerta. Hasta donde yo he entendido a Quezada, este se mueve en una trilogía parecida: Dios -- Ser -- Nada; o Presencia -- Representación -- Ausencia, donde él dice que se van transmitiendo unas divinidades en otras, desapareciendo sucesivamente las primeras en las siguientes, hasta disolverse todas en la nada y la ausencia total. Antes, si no lo entiendo mal, dice que cada eslabón contiene a los demás y que en uno ya están todos. El Ser y la Nada de Sartre, por ejemplo, es la eliminación de Dios de la cadena, pero operando en el Ser y ahora en los tiempos postcoloniales, es la eliminación del Ser pero operando en la nada. La diferencia en sintesis es que él cierra todas las puertas, usted, al menos, nos dejó unas ventanas. Bienvenido. Simón Torrez.

hijo_prodigo said...

Eso de preracional acaba con el texto. Es como dicen algunos de la traición, que es algo del humano primitivo. Es exclusividad, del animal racional la formación de mitos. Que no le den el privilegio de reconocer su origen en el logos, ya es un asunto de desvarios de la razón. En todo caso lo preracional es miedo al oscuridad, las culebras y las canciones de Palito Ortega.