Los intelectuales. Entre el mito y el mercado
Por Freddy Quezada
No voy a ser neutral, ni académico en la presentación de este libro; no puedo y no quiero serlo. Este es un prólogo que está motivado por un profundo acto de solidaridad de Carlos Schulmaister del que me permito discreción, y el cual debe contarse como un tributo a su generosidad.
Casi todos los prólogos que conocemos empiezan alabando las virtudes de los autores de un modo formal y donde se centran realmente para bien o para mal, es en el contenido de la obra. Es un viejo modo de seguir la tradición socrática de separar al mensaje del mensajero, y ocultarse éste en áquel. El “uno” y el “se” reflexivo del que habla Heidegger, probablemente se refiera a esta borradura que asumen inconscientemente los mortales, pero que los intelectuales lo “saben”. El "cada uno es el otro y nadie sí mismo" se opone y complementa al mismo tiempo con el "cada cual para sí y Dios para todos", cuyos objetivos son borrar la presencia del que habla en nombre de todos.
Generalmente es intrascendente para un lector si el emisor es virtuoso o no, y tal idea le abre las puertas de salida del escenario, dominando la idea que lo interesante es sobre todas las cosas lo qué dice, no quién lo dice. La biografía y la episteme están separadas; el carácter y el discurso.
Cioran no salía de su asombro cuando leía las cartas aduladoras de Marcel Proust dirigidas a la nobleza de Francia y las contrastaba con la descripción decadente que hacía de ella en su obra “En busca del tiempo perdido”; es la hora y todavía uno se pregunta cómo hizo Rousseau para escribir sobre niños, cuando enviaba a orfanatos a los suyos; o aquel hombre que se prometió liberar a los proletarios del mundo, mientras embarazaba a su empleada doméstica, para dolor de su esposa y, negaba la paternidad de su hijo, secreto que guardó para siempre su mejor amigo, como en una vulgar telenovela venezolana.
Todo el éxito de los intelectuales contemporáneos se soporta en esta “borradura”. Nietzsche invirtió la fórmula radicalmente, sin mejorar el asunto, mandando a freír espárragos al mensaje y otorgando todo el poder a la voluntad del emisario.
En este caso, el mensaje de esta obra está a la altura de su mensajero. Es sincera, equivocada o no, escrita desde la rectitud de un hombre que pertenece a ese mínimo grupo de personas que en la actualidad corren a socorrer a una persona desconocida con desprendimiento y desinterés. Propongo que esta obra deba tomarse por quién lo dice y no sólo por lo qué dice, aunque esto último sea muy importante.
Hasta hace poco, los intelectuales se dividían, incluso para ellos mismos, en universales y específicos. Se tenían así mismos como representantes de un reino emanado de la razón, al que sólo ellos podían tener acceso, en virtud del medio mismo; es decir, la razón era su medio y su fin. Con el descrédito de las promesas de emancipación, de las que se sentían tribunal inapelable, los primeros se debilitaron y empezaron a ganar terreno los segundos. Pasaron, como lo advirtió uno de ellos mismos, de jueces a intérpretes; de vanguardias a facilitadores; de curas a sacristanes.
Entre los intelectuales específicos, todavía son muy pocos los que admiten desde su punto de vista, que los intelectuales sólo se representan a sí mismos y miran con temor las alternativas que se abren:
a) Son un grupo social específico que lucha por sus reivindicaciones, corriendo el riesgo incluso de diluirse y desaparecer, igual que cualquier otro, como lo advierte Walter Mignolo en una primer parte de esta cita: “si los intelectuales de hoy pueden desaparecer (…) pueden hacerlo por dos razones: porque, por un lado, los intelectuales mismos nos vamos convirtiendo en un movimiento social más…”.
b) Siguen creyendo, pese a que reconocen su carácter gremial, que ellos cuentan con una herramienta que no tienen los demás (el pensamiento) y se ofrecen como enlaces de los demás movimientos sociales como ellos, terminando por ser igual a lo que vienen de huir y negar, como lo recomienda Wallerstein “el grado en el cual el intelectual puede ser capaz de salirse él (ella) mismo del torbellino de las pasiones del momento, será el grado en el cual él (ella) podría ser capaz de servir como intérprete entre los múltiples movimientos, traduciendo las prioridades de cada uno de esos movimientos al lenguaje de los otros movimientos, y también al mutuo lenguaje que permitirá a todos esos movimientos comprender las decisiones intelectuales, morales, y por lo tanto políticas, que ellos enfrentan”.
c) Dicen que si desaparecen los intelectuales, dentro de los movimientos sociales que luchan contra la opresión pueden surgir, de todos modos, teóricos de su propia práctica, pensamiento de consuelo que amenaza al mundo, como la medusa, con nuevas cabezas si cortan las viejas, tal como lo presenta en la segunda parte de su cita, el mencionado Mignolo “y, por el otro, porque podemos pertenecer a otros movimientos sociales (de carácter étnico, sexual, ambiental, etc.) en donde, o bien nuestro rol intelectual desaparece, o bien se minimiza en la medida en que (…) los movimientos sociales que trabajan contra las formas de opresión y a favor de condiciones satisfactorias de vida, teorizan a partir de su misma práctica sin necesidad ya de teorías desde arriba que guíen esa práctica” (negrillas mías).
Para todo esto Schulmaister dice: “Los intelectuales no son distintos al resto de los mortales, por lo tanto, entre ellos también existen los genuflexos del Poder”. No son distintos, en efecto, ni en pensar ni en actuar, lo único que los diferencia de los demás, es que cobran por esos servicios, en cargos o moneda. “El sueño de un “intelectual orgánico” en Argentina es ser transferido a las áreas políticas por haber deslumbrado al señor jefe o a los superiores de éste por haber sido considerado una pieza interesante en las próximas elecciones”. Todos somos filósofos, decía Gramsci, lo que pasa es a que a unos se les paga por eso y a otros no.
Teorizar, independientemente de la práctica (no se pueden separar, pero los intelectuales lo hacen), es similar a mantener la división entre el mensajero y el mensaje en una obra. Todavía no se comprende que el pensamiento en sí, constituye una acción.
Cuando alguien pide que los subalternos, constituidos por intelectuales, produzcan más teóricos parecidos a ellos, lo que desean en realidad es contar con iguales entre los movimientos sociales, quiénes hasta hace poco estaban condenados a obedecerles. Y, así, huyendo del derrumbe, sin saberlo, recomiendan, otra vez, construir el fracaso en el seno de los escombros. Lo último en lo que piensan los intelectuales es en suprimirse. Presumo que debe ser doloroso perder una “esencia” noble y suprema obtenida a base de esfuerzos, desvelos y pasión de toda una vida y creer encontrar su recompensa, cuando se venden a una corriente o a un poder.
En dos de las cosas donde los intelectuales debieron acertar, fracasaron estrepitosamente: pronosticar, por un lado, y resolver problemas, por el otro, haciendo de las soluciones (fuente de polémicas entre todos ellos) el verdadero problema que no pueden resolver, porque viven de ellas.
Schulmaister señala al respecto: “En todos los casos en que la historia se les presenta intempestivamente como una roca en el medio del camino, ellos entran en estado de asamblea para producir sus famosos análisis críticos, sus interpretaciones y explicaciones ex post facto que para entonces no sólo no poseen ningún valor salvo el de la obviedad del error empírico general y del crónico fracaso de su teoría y su metodología, de sus proféticas utopías y de sus condiciones políticas para llevarlas a cabo”.
Al recorrer y releer muchos de los ensayos que forman parte de esta obra (Los intelectuales. Entre el mito y el mercado), se descubren diversos “actos” de la teatralidad intelectual desde una narrativa sencilla y fluida, amena y cuasi irónica, ética y mística y, que hoy me siento honrado en presentar. En el preámbulo, Carlos nos alerta para no entregarnos a ilusiones y, sin usar ningún “logos” por encima de él mismo, nos confiesa “…no integro clubes de fans, ni de cotizantes, ni capilla, banda o secta política alguna; por tanto no necesito, no he buscado ni deseo adquirir ninguna clase de legitimación simbólica para decir lo que pienso acerca de ellos”.
La verdadera naturaleza de esta obra, a mi juicio, es una verdad tan sencilla como insolente: juzgar a los jueces desde abajo e interpretar a los intérpretes desde afuera. Y tiene razón cuando nos dice: “No pretendo ‘desentrañar leyes ni tendencias’, ni ‘supuestos subyacentes’ sobre el comportamiento de los intelectuales, ni del mismo sistema que los produce y reproduce. No vengo en carácter de científico ni de epistemólogo, ni de mago ni sacerdote para esparcir un nuevo maná sobre los lectores, ni a tocar la flauta como Hamelin. Dios, supuestamente hay uno solo; en cambio, encantadores de ratas ya hay demasiados”.
Negación de la negación, Schulmaister manifiesta de forma clara y directa, un escenario donde los intelectuales están atrapados como arañas en sus redes y observan desde sus reinados cómo la nueva cultura crece lentamente.
Desnuda y desdibuja la miseria humana de los intelectuales, sin pretensiones de confesor, ni culpas de pecador. Describe la situación actual de esta élite, en especial en su país, Argentina. Pero, al contrario de la descripción que usan hoy los neoliberales (“las cosas son así, porque así deben ser”), Carlos usa una descripción de segundo grado (“como nos defendemos de nuestros defensores”), no muy lejos de esa otra que consiste en presentarse “uno” como lo peor, y anticiparse así al más furibundo de los críticos, esperando o no (¡qué rayos importa!) que sean otros los que señalen la exageración que “uno” muestra. Especie de recurso ad absurdum, se parte de lo que no es para llegar a ser lo que se es: movimiento puro.
Carlos Schulmaister en su obra, no usa citas, lo cual es hoy muy impopular. Apoya su discurso en sí mismo (sin recurso de autoridad) como en su tiempo lo hicieron Descartes, Wittgenstein y Krishnamurti desde otras tradiciones. “Deliberadamente casi no se hallarán citas de ningún tipo ni menciones de autores ni de términos o categorías clásicas ni a la moda”.
No es solamente una metodología la empleada con tal actitud, sino algo que para muchos es trillado y cansino: la ética. Un ocultamiento sólo es ético, cuando lo sostiene, aparte de lo mecánico, gramático y lógico de la construcción de un contenido, una hoja de vida abierta, sin amparos y a la vista de todos. Y cuando no lo dice él --no debe-- y son otros quienes lo señalan, triunfa y se corona la reconciliación entre el mensaje y el mensajero.
Se distingue en su contenido, una ética consecuente entre lo que se dice y hace, se piensa y dice. La única ética del intelectual, pues, es callar, desaparecer, eliminarse, no para sostener algún discurso (como lo ha hecho hasta hoy), sino para no sostener ninguno o fundirse con él y enseñar el rostro con una trayectoria abierta a todos los juicios, entre las manos. Ahora lo sabemos, nunca se trató de argumentos, sino de carácter; no de logos sino de ethos.
A ello debemos quizás ese final de punto medio, aristotélico y búdico, en el libro de Carlos
Schulmaister, “Finalmente…volver a pensar por nosotros mismos, para no volver a ser, ni adaptativos, ni destructivos (…); ni libertad sin responsabilidad, ni delito sin castigo; ni teoría sin práctica, ni práctica sin teoría; ni principismo abstracto, ni pragmatismo sin principios; ni individualismo sin solidaridad, ni colectivismo sin individuo”.